Daniel Lind Ramos |
Pero producir y comer los alimentos no hablan por si mismos
de las modalidades de su consumo y del rasgo específico que nos hace diferentes
a otras especies. En tanto omnívoros, seleccionamos nuestros alimentos de la
naturaleza de acuerdo a nuestra experiencia – elegimos los buenos para comer y
descartamos los malos-; y a nuestros valores y nuestro mundo de significados -alimentos
prohibidos, alimentos sanadores – individuales y colectivos. Pero los animales,
aunque de maneras más simples, los clasifican también.
Entonces ¿dónde reside la distinción? Está en la capacidad de encender el fuego y
usarlo, como nos dijo Levy Strauss, para
transformar lo crudo en cocido, la naturaleza en cultura. Dicho de otro modo,
la diferencia vive en la “cocina”, en las capacidades de transformar las
cualidades sintéticas del alimento al
combinar ingredientes y someterlos a un medio de cocción. Es aquí donde la
naturaleza, ya convertida en cultura, se lleva a una zona liminar, la boca, y se
come.
A lo largo de nuestra historia gastronómica la cocina de
Puerto Rico fue conformándose con rasgos muy particulares. Cocina siempre en
movimiento y en constante enriquecimiento, ella recibió de la agroecología
precolombina el maíz, la yautía, la batata, la yuca, el juey y el picante; del
paladar arábigo-andaluz, el especiado aromático y lo dulce; de la trashumancia
y la cría castellana y extremeña, la res y el cerdo, el embutido y la manteca, y de las africanas occidentales,
el guineo, el plátano y el ñame, el majado y el hervido, el uso de las hojas.
Como quiera que la miremos, la gastronomía puertorriqueña es,
además, fruto de éxodos constantes, de idas y vueltas de gentes y alimentos, de
memorias culinarias rehechas en nuevas
geografías y en nuevas circunstancias sociales, económicas y religiosas.
Uno de esos éxodos, el africano occidental, marcó una
especificidad geográfica a nuestra culinaria, ésa que yo llamo “gastronomía de las costas”. La relación casi
inseparable de la hacienda azucarera costera con la esclavitud africana, y el deseo de volver a experimentar la
libertad en el cimarronaje, la nutrió de estrategias de sobrevivencia en un
mundo dominado por la marginación, la exclusión social y el desarraigo de
las instituciones sociales originarias.
En medio de tales realidades, ése exilio africano, constante
hasta mediados del siglo XIX, pudo rehacer muchas de sus prácticas, en este
caso culinarias, interactuando con aquellos alimentos que les dio de sí la
nueva tierra, recombinándolos a partir de memorias y técnicas que les eran
familiares. De ahí el guayado, el hervido, el majado, la envoltura en hojas de
plátano y guineo, la cocción de arroz en altura y no en extensión, el uso del
aceite y la leche de coco, el color rojizo.
Se ha dicho que no sólo
de pan vive el hombre. Pero además se ha dicho que el proverbio apela más a los que lo comen, pero pueden
vivir sin él – porque tienen más opciones-, y no a los que no pueden, o se les
hizo difícil obtenerlo, como en efecto le sucedió a miles de africanos traídos
como esclavos a estas tierras.
De lo natural a lo cultural: haciendo empanada de yuca |
.
La sabiduría de las manos sobre la uva playera (cocolubus uvifera) |
Una historia viajera, pero agraciadamente más feliz que la de los exilios esclavistas, es
el viaje de las exquisiteces, ya formadas en cultura, desde la cocina doméstica
hasta la boca de los comensales para convertirlas en complemento monetario del
presupuesto familiar.
En este último tramo, el alimento/cultura tiene una
interfaz: la vitrina. Ella crea esa zona
liminar por donde pasa, hasta la boca de los consumidores, una sabiduría de siglos, un saber hacer culinario intuitivo y sin
letras que por mucho tiempo fue subvalorado como “folclórico” por ciertos
saberes culturales hegemónicos.
A esas frituras, a
ese pan de cazabe, a esa alcapurria
crujiente, a ese caldero patinado por las ascuas, a ese fuego civilizatorio del kiosko loiceño, a
ese saber de siglos, el artista Daniel Lind le ha esculpido un altar.
¡Que viva la vitrina
repleta! ¡Alabadas sean por siempre! Hoy se puede asegurar, sin temor equivocarnos, que no sólo de pan
vivimos.
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