Los estudiantes deben seleccionar uno. La experiencia me ha llevado a reconocer que el primero y el último son los más populares, especialmente el último.
El pasado semestre ( de enero a mayo de 2012) tuve matriculados 14 estudiantes, tres del Bachillerato en Ciencias Sociales ( una del programa de Investigación y Acción Social Comunitaria , y dos de antropología), 1 del Bachillerato en Comunicación; y 8 del programa de Ciencias de la Salud con concentración en enfermería.
Entre tantos buenos ejercicios, hubo uno que me atrajo con especial interés, no unicamente por la coherencia que estilaba cuando la estudiante leía su composición ante la clase, sino por la fuerza emotiva que sus palabras transmitían al grupo. Era una pieza que, posiblemente sin proponérselo, respondía a aquello que Nietzche catalogó en su momento- y creo que aún tiene valor- como un hueco vacío que había que llenar en la reflexión filosófica y en la historiografía: en palabras del filósofo ese hueco era "todo aquello que le da color a la existencia", entre ello, claro está, la comida y el comer.
Nietzche en esa ocasión llego a preguntarse lo siguiente: "¿Hay alguien que sepa los efectos morales de la comida? Existe una filosofía de la alimentación?" La composición que posteo a continuación no sólo demuestra que sí hay una moral de la alimentación, sino que es un ejemplo vivo de que se puede hacer filosofía de la alimentación y del acto alimentario.
La pieza la escribió Damalia Campis, natural del barrio Río Blanco de Naguabo, y quien precisamente en junio de 2012 obtuvo su grado de bachiller en Enfermería (¡felicidades graduada!). En la foto- que se tomó el último día de clase-es quien aparece atrás, la tercera de izquierda a derecha. (¡Ojo, en la foto no aparecen tod@s, pues se quedaron preparando los trabajos finales).
El escrito de Damalia muestra algo que siempre trato de enseñar en mi curso en el tema de "Comida e identidad": los alimentos no son solo objetos físicos que reproducen la vida una vez traspasan la liminaridad de nuestra boca.También son vectores de comunicación - como dijo Barthes-, pero igual vivificadores de emociones y, con doble funcionalidad - y para bien o para mal-, borradores de la amnesia. Un olor, una textura, una temperatura, un color nos catapulta la memoria, nos cristaliza lo que yo llamo el paladar memoria, ese inevitable vínculo con una intimidad biográfica, con un rostro, con una estación de tren, con una tarde, todo modelado por circunstacias materiales, la cocina de las madres y la reiteración de confecciones.
No puedo olvidar la escena de la película Ratatouille, cuando el crítico gastronómico, dispuesto a enterrar la fama del restaurant en que el cocinero era una rata, se transporta a su años de infancia al lado de la ternura de su madre, comiendo pecisamente, el mediterráneo plato llamado Ratatouille.
Igualmente la pieza de Damalia nos hace reconceptualizar las experiencias que constituyen uno de los rasgos de todo lo que significa ser persona, en este caso especial, lo que debe ser "ser mujer". He aquí la pieza (¡ojo, sin edición alguna!)
El paladar, la memoria y la felicidad
Luego de un día relleno de negatividad, no muchas cosas pueden devolverme una sonrisa. Sin embargo, cada célula de mi cuerpo me exige lo que necesita y con un instinto tan natural me dirijo a cualquier lugar donde pueda conseguir un pequeño o agrandado pedazo de felicidad.
Me enfrento a una variedad interminable ofrecida a mi antojo. Comienzo a olvidar las dificultades del día cuando mi espíritu se concentra en decirme si desea el caramelo, las nueces o la crema contenida en mi fuente de alegría. Mi memoria envuelve a mi esencia con todas las sensaciones que surgen con ese pedacito de felicidad en cada bocado y siento la urgencia de escoger el primero que mis manos alcancen.
Después de ignorar al mundo, la etiqueta se convierte en una barrera y me esfuerzo para remover los obstáculos a mi felicidad. Al fin puedo apreciar la textura y anticipar que todos los problemas y enojos ya no importarán. En un microsegundo, logro entregarme a la terapia, y con un bocado, explota una fiesta de ondas que cubren todo mi cuerpo. Casi siento como cada célula libera la negatividad de un mal día y le da la bienvenida al alimento curador.
Mi memoria recoge, una vez más, la ola de felicidad y calma que necesitaba. Por unos minutos, no existe nadie ni nada que pueda afectarme. Es casi como una evolución del espíritu que me hace sentir invencible. En un momento, sólo existe la dulzura de lo ingerido y soy un ente rejuvenecido con un fuego calmado.
Conocí este placer en mi niñez, una barra de chocolate me lleva esos momentos libres de preocupaciones, cuando el mundo es una historia esperando a ser contada por mí, todo lleno de posibilidades y sin dificultades. Ese producto comercial proveniente del cacao logra unirme al mundo porque no viene empacado por barreras ni prohibiciones. No hay edad, lugar ni cultura perfecta para disfrutar un pedazo de felicidad, sino que se le puede entregar el alma en cualquier instante, sin inhibiciones.
No sólo es un alimento de consumo en días difíciles, sino que se ha vuelto parte de mi existencia. Compartir un chocolate me ha unido al mundo, he hecho amigos y amigas a través de esa relación que surge al compartir las pequeñas alegrías. El chocolate es parte de mi pasado, mi presente y seguirá formando una linda parte de mi futuro. Recuerdo los días de lluvias torrenciales cuando tenía que correr con mi madre desde la estación del tren hasta nuestro apartamento por las calles de Nueva York y mi madre me daba un pequeño chocolate con la promesa de que llegaríamos pronto. Los edificios y las calles grises de la ciudad desaparecían y surgía la ola de dulzura que convertía todo en hermosura y esperanza de que nuestro nido familiar nos recibiría. Allí nos entregaríamos al abrazo de las sábanas secas y una cama que moría por tenernos en su comodidad, todo acompañado de esa dulzura que aún se encontraba en mi paladar.
Esa memoria de felicidad aún me acompaña y carga la promesa de que todo será mejor y más dulce. Los días lluviosos se han vuelto mis favoritos y no ha habido una ocasión cuando un pedazo de cacao endulzado no me haya acompañado en el camino a casa junto a una canción.
Encontré la felicidad, esa que se centra en las pequeñas cosas de la vida y, en este caso, todas contenidas en una deliciosa barra de chocolate.
Me enfrento a una variedad interminable ofrecida a mi antojo. Comienzo a olvidar las dificultades del día cuando mi espíritu se concentra en decirme si desea el caramelo, las nueces o la crema contenida en mi fuente de alegría. Mi memoria envuelve a mi esencia con todas las sensaciones que surgen con ese pedacito de felicidad en cada bocado y siento la urgencia de escoger el primero que mis manos alcancen.
Después de ignorar al mundo, la etiqueta se convierte en una barrera y me esfuerzo para remover los obstáculos a mi felicidad. Al fin puedo apreciar la textura y anticipar que todos los problemas y enojos ya no importarán. En un microsegundo, logro entregarme a la terapia, y con un bocado, explota una fiesta de ondas que cubren todo mi cuerpo. Casi siento como cada célula libera la negatividad de un mal día y le da la bienvenida al alimento curador.
Mi memoria recoge, una vez más, la ola de felicidad y calma que necesitaba. Por unos minutos, no existe nadie ni nada que pueda afectarme. Es casi como una evolución del espíritu que me hace sentir invencible. En un momento, sólo existe la dulzura de lo ingerido y soy un ente rejuvenecido con un fuego calmado.
Conocí este placer en mi niñez, una barra de chocolate me lleva esos momentos libres de preocupaciones, cuando el mundo es una historia esperando a ser contada por mí, todo lleno de posibilidades y sin dificultades. Ese producto comercial proveniente del cacao logra unirme al mundo porque no viene empacado por barreras ni prohibiciones. No hay edad, lugar ni cultura perfecta para disfrutar un pedazo de felicidad, sino que se le puede entregar el alma en cualquier instante, sin inhibiciones.
No sólo es un alimento de consumo en días difíciles, sino que se ha vuelto parte de mi existencia. Compartir un chocolate me ha unido al mundo, he hecho amigos y amigas a través de esa relación que surge al compartir las pequeñas alegrías. El chocolate es parte de mi pasado, mi presente y seguirá formando una linda parte de mi futuro. Recuerdo los días de lluvias torrenciales cuando tenía que correr con mi madre desde la estación del tren hasta nuestro apartamento por las calles de Nueva York y mi madre me daba un pequeño chocolate con la promesa de que llegaríamos pronto. Los edificios y las calles grises de la ciudad desaparecían y surgía la ola de dulzura que convertía todo en hermosura y esperanza de que nuestro nido familiar nos recibiría. Allí nos entregaríamos al abrazo de las sábanas secas y una cama que moría por tenernos en su comodidad, todo acompañado de esa dulzura que aún se encontraba en mi paladar.
Esa memoria de felicidad aún me acompaña y carga la promesa de que todo será mejor y más dulce. Los días lluviosos se han vuelto mis favoritos y no ha habido una ocasión cuando un pedazo de cacao endulzado no me haya acompañado en el camino a casa junto a una canción.
Encontré la felicidad, esa que se centra en las pequeñas cosas de la vida y, en este caso, todas contenidas en una deliciosa barra de chocolate.
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