Por eso cuando la comemos en alguna freiduría, sabemos catarla: hablamos con soltura de las viandas que se usan en la masa con el mismo acierto con que reprochamos el exceso de achiote para colorearla. Igual calificamos si están acabaditas de hacer, o están ‘ciegas’, sin el relleno que prometen.
Pero hay tres cualidades que priman siempre en la cata y que la delimitan: la alcapurria debe tener textura aireada, cuerpo crujiente al morderla, y, al mismo tiempo, sabor con una punta de viscosidad al paladar.
En el cuerpo de la fritura y en nuestras papilas gustativas, los tres efectos los produce un cuerpo graso: la manteca de cerdo. Por eso la alcapurria, y otras muchas frituras de nuestro repertorio culinario son, por excelencia, los alimentos que la mayoría de los puertorriqueños acostumbra comer cuando dicen “tengo un bajón de grasa”.
Organolépticamente hablando, ese “bajón de grasa” no es otra cosa que la búsqueda del aroma y el sabor que produce la grasa sobre los alimentos al entrar en contacto con ellos. Como es sabido, la grasa es el vector privilegiado de los sabores. Su sabor considerablemente neutro ayuda al destaque de los condimentos de la masa y el relleno.
Como la mayoría de las culturas culinarias del planeta, la puertorriqueña tiene un gran repertorio asentado en los alimentos fritos: los sorullitos de maíz, los bacalaítos fritos, las almojábanas, las arepas, los tostones, las arañitas de plátano, los buñuelos, la batata, los granitos de arroz humacaeños, las bolitas de pescado de Rincón, la carne de cerdo y las tripitas.
Por eso, en la crónica de las costumbres alimenticias puertorriqueñas, la grasa siempre se nombra como un cuerpo que bulle en nuestras sartenes y en nuestras ollas, como algo muy apreciado, y hasta solicitado.
Nada menos se podía esperar de una cultura culinaria en la que el cerdo formaba parte importante de los animales domésticos criados para comer. Ello ha llevado a la creencia generalizada de que los puertorriqueños, históricamente, hemos comido graso.
Pero esa inclinación, esa solicitación contemporánea de la grasa, especialmente a la de cerdo ¿habrá sido una constante en nuestra historia alimentaria? Todo parece indicar que la grasa se asociaba más a la festividad, a la abundancia y a la glotonería momentánea antes que a un uso cotidiano y habitual en la cocina diaria.
La manteca de cerdo pues, parece haber sido más frecuente en la cocina doméstica en la medida en que ella se convirtió en un derivado de la producción industrial de carne de cerdo a fines del siglo XIX y principios del siglo XX. De esta forma pasó a ser un elemento graso barato, accesible y sabroso que podía sustituir a los aceites vegetales más caros, como el de oliva, por ejemplo.
Durante la Segunda Guerra Mundial, la manteca de cerdo importada escaseó. En los mercados locales podía obtenerse la de los campesinos criadores de cerdo, o la del “mata puercos” cuando había matanza. Ella casi siempre terminaba utilizándose, en las clases más pobres, más como artículo de intercambio que como grasa de cocina.
Con el desarrollo de la industria alimentaria en el siglo XX, se hicieron más accesibles los aceites vegetales y las grasas vegetales hidrogenadas, como la famosa manteca Crisco, introducida en 1911, y la margarina. Con todo, la manteca de cerdo continuó siendo la grasa preferida en la cocina, ya porque la presencia de los aceites vegetales había abaratado el costo de la manteca de cerdo industrial, y ya porque había un principio gustativo que se había asentado en los paladares de los puertorriqueños desde que la manteca industrial se hizo disponible.
En la medida en que Puerto Rico experimentaba los primeros desarrollos de la modernización (1950-1960), y la comunidad médica publicaba estudios que vinculaban las grasas saturadas y el colesterol con los riesgos cardiacos, se popularizaron aceites vegetales como La Campana, Maizete y Mazola, que vinieron a competir con el aceite de oliva, especialmente con el Betis, introducido en la Isla en 1929.
Mientras tanto, la manteca de cerdo cobró un significado contrario a las ideas de una mejor nutrición, y se la asoció a los excesos, la cocina callejera y pobre, y las malas elecciones nutricionales.
Es por eso que su consumo desciende significativamente entre 1975 (16.2 libras per cápita), y el 1990, cuando la ingesta per cápita fue 5.3 libras. Su significado de grasa insalubre se mantiene firme todavía en los discursos médicos.
Pero con todo, la apreciamos aún en nuestros gustos y registros palatales. Por eso, el comensal que cada fin de semana decide colmar su “bajón de grasa” con una alcapurria o un bacalaíto en las freidurías de Piñones, sabe en el fondo que está infringiendo un principio de los saberes nutricionales correctos, sea rico o pobre. Igualmente sabe que entra a un territorio en el que históricamente la freiduría ha sido un medio de subsistencia para las familias pobres.
Pero lo que posiblemente no conoce a ciencia cierta es que las moléculas aromáticas más gustosas son liposolubles.
Igualmente tampoco sabe a ciencia cierta que en la medida en que nuestro organismo siente más hambre, es decir, mientras más tiempo pasa sin comer, la apetencia por alimentos grasos aumenta. No es casual por eso que el bajón que provoca nuestras excursiones a las freidurías y nuestros antojos por alimentos fritos se produce siempre en momentos de apetitos pantagruélicos, luego de horas de ayuno, luego de un baño de playa, o luego de una semana de almuerzos “light”.
Tampoco es casual que al cabo de ingerir una o dos alcapurrias experimentemos que hemos colmado el “bajón de grasa”. Esto se debe a una de las funciones de la grasa sobre nuestro organismo: la ingestión de pequeñas cantidades de grasa en nuestras comidas ayuda controlar el deseo de comer. Dicho de otra, manera, la grasa ayuda a que nuestro organismo se sienta saciado y satisfecho.
El uso contemporáneo de la grasa de cerdo en la cocina puertorriqueña ha mermado considerablemente. En el 2006 sólo se consumieron 2.6 libras per cápita. Ello se ha debido, además de su asociación con la mala salud, al giro y la popularidad de aceites vegetales aparecidos más recientemente en el mercado puertorriqueño, como el de maní, soja, canola, algodón, girasol y otros. Éstos, de no someterse a un proceso industrial de hidrogenación –cosa de solidificarlos y emplearlos para aumentar el “shelf life” de los alimentos– resultan considerablemente bajos en grasas saturadas.
Con todo creo que hay que echarle otra mirada al perfil de la manteca de cerdo. Por ejemplo, ella tiene la mitad del nivel de grasas saturadas que el aceite de palma. En 100 gramos de manteca hay 39.9 gramos de grasas saturadas, mientras que en 100 gramos de aceite de palma, hay un 81.5 gramos de grasas saturadas. Su nivel es menor que el del aceite de coco, que tiene alrededor de 86.5 gramos de grasas saturadas. Igualmente, los 39.9 gramos de grasa saturada de la manteca de cerdo es más bajo que los 51.4 gramos que tiene la mantequilla regular por cada 100 gramos de grasa
Obviamente hay aceites más saludables, como el de canola (7.1 gramos de grasas saturada por 100 gramos.); el de maíz (12.9 por cada 100 gramos.); el de maní (16.9 gramos por cada 100).
El de oliva tiene 13.8 gramos de grasa saturada por cada 100 gramos. Además tiene entre todos los aceites y grasas, el más alto nivel de grasas “monosaturadas” –o las “buenas”, como les llaman hoy (73.0gramos por cada 100 gramos). Por eso le llaman el aceite milagroso.
Pero aun la manteca “no industrial”, la derivada por la cocción paciente del tejido adiposo del tórax y el abdomen de cerdos bien cuidados, tiene 41.4 gamos de grasas mono insaturadas, lo que es bastante respetable.
Entre el 2000 y el día de hoy, las excelentes propiedades culinarias de la manteca han vuelto a descubrirse por los grandes cocineros profesionales del mundo. Los más connotados reposteros y pasteleros jóvenes se han rendido ante la incuestionable cualidad de la grasa de cerdo -derivada por medios tradicionales- para hacer hojaldres crujientes y masas sabrosas. Lo mismo se logra con lípidos hidrogenados. Pero el novel pastelero corre el riesgo de que sus confites ganen fama de insalubres. Ello en parte ha ido cambiando el rostro malsano que cobró el sebo porcino.
En cuanto a Puerto Rico, con todo y los mensajes médicos que demonizan el consumo de manteca, algo siempre va a prevalecer: una alcapurria es más crujiente y sabrosa en cuanto menos procesamiento tiene. Ello vale también para la grasa en que se fríe, sobre todo la que se obtiene de cerdos de crianza.
Es posible que una mirada a la historia culinaria de Puerto Rico acabe santificando el derivado más útil del noble cerdo: la manteca.
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