sábado, 13 de octubre de 2012

Joshua y Kamila se ponen dieta



Se encontraron cara a cara de nuevo, esta vez recogiendo los vidrios de la botella de Champagne debajo de la mesa que arreglaban como bar. Cubiertos por el festón, jugaron a los amantes furtivos antes de jurarse que no procrearían un tercero. Razonaron que con Leila, la chiquita de cinco años, y Gabriel, el mayor de once, era suficiente. Además, tenían la pareja.

Desde las seis de la tarde la  familia y amigos compartieron un aniversario que tuvo como tema la realización de varios sueños: casa nueva en los suburbios, trabajo estable durante una década económicamente frágil, y un hogar conformado. El suegro de Joshua, retirado del servicio postal, brindó por la vida desahogada, pero sencilla y ejemplar, que su yerno y Kamila habían llevado durante once años.
 -Han sostenido los lazos familiares y los amigos íntimos, como tiene que ser -dijo. 

           Fue esa misma noche que Kamila decidió poner a su familia a dieta. Las fotos del álbum de boda que mostró, con la esperanza de avivar memorias dulces en la sobremesa, provocaron comentarios y bromas que le sentaron mal, como el de Raymond, su primer novio, un abogado mediocre y falfullero casado hacía exactamente once años con Perla, su confidente en la high y en sus años de prepa en la Iupi."
¡Qué buena vida ahh.!- despepitó Raymond mientras repasaba las fotos. Levantó la vista y añadió con sarcasmo:
- "Buena vida no es vida buena, como decía Muñoz Marín. Eso lo aprendimos en la clase de historia. ¿Te acueeeerdassss Joshhhh?”

          Raymond alcanzó a ver dos que le motivaron un chiste cruel. En ellas aparecía Joshua en pelotas, mirando directamente a la cámara, enseñando su cuerpo en forma y en postura de luchador profesional. En efecto, fueron las únicas que Kamila consideró decentes del centenar que le regalaron a su marido tres días después de que lo despidieran de soltero sus amigotes. En realidad ella no encontró razón alguna para buscarle un lugar en el álbum, como quería Joshua. En la fiesta del aniversario de oro de sus padres, otra vez las escondió en la solapa del álbum antes de mostrárselo por quinta vez a su mamá. Ahí fue que las encontró Raymond. Y recordaba muy bien la ocasión. Así que se volteó hacia Joshua, y  le cantó cínicamente: 

- "La pipa es lo de menos la la la..tu eres un gordo bueno.. la la la...."

       Kamila fingió hacerse la distraída, y se levantó a recoger los cubiertos de los invitados adultos. Todos notaron el rubor en sus mejillas. Cuando se retiraba a la cocina, tuvo la oportunidad de clavarle los ojos a su primer novio, y le sonrió con las muelas de atrás, pensando para sí que esa noche, en algún momento, aplacaría la humillación.


     El momento vino pasada la medianoche, cuando la pareja acompañó a los requedones hasta la puerta. Raymond sujetaba el picaporte con la mano izquierda para sostenerse, en una despedida que hizo a Joshua exclamar "pa` la horizontal es que voy." Perla le cogió las llaves del bolsillo y se dirigió al auto. En ese instante, Kamila sintió la libertad de mirar la pansade Raymond, flácida y exaltada por el exceso etílico y los platos de más. Con un ademán sexy, procuró que Raymond sintiera el calor de su mirada en la barriga. Perla regresó para finalizar la despedida, y con una sonrisa que escondía todo el despecho del mundo, Kamila le dijo frente a su mujer:


- No corren más los de alante si los de atrás corren mucho. Tu barriguita es un tajo".


   Al desvestirse, Kamila se miró al espejo, como lo hacía todas las noches frente a la cómoda. Confrontada por su imagen gordita, recordó la nueva política que hacía veinte días había anunciado su empresa y la de Joshua. Quiso de pronto enterrar la historia por la que brindó su padre, ésa que a fuerza de workaholism le había hecho llegar a los dos a dónde estaban.


   Lo logró sólo un instante, pues al vestirse el pijama observó en el espejo el cuerpo desnudo y fofo de Joshua tendido en la cama, como un fardo de arroz. Sintiendo que ella también era parte del problema, se resignó a la explicación del psiquiatra antes de acostarse : el eros y el libido son impulsos naturales, pero se encienden a partir de fantasías creadas.


   Ponerse a dieta fue idea de Kamila. Comenzó a proponersela a su marido en lo que ya ella llamaba la tregua, esa pausa que últimamente pedía Joshua en medio del fragor del amor. Mirando al techo, y con tono comprensivo, resolvió recordarle a Joshua cómo, a puro talento y cojones, ambos estaban donde estaban- él gerente de marketing publicitario en una empresa especializada en industrias de comidas de conveniencia, y ella coordinadora de la división de atención al cliente en el Banco Millenium, especializado en préstamos comerciales-.


En el desayuno, Kamila volvió a la carga, esta vez con tono exaltado. Al coger la tocineta del sartén para servir a su marido, Kamila profirió al aire:

-¡Jodíos chamaquitos! ¡La línea, la línea....!Acabaditos de llegar, y la figura capta y persuade....! 

Se sentó y siguió, motivada por la renuencia de Joshua a comentar. -Tu y yo hemos hecho el trabajo. ¿Cierto o falso? Si no ganan, que se las arreglen. ¿Ahora tenemos que cambiar el look? ¿Cómo es  éso de que si no nos ponemos a dieta nos jodemos?-.



Sumido en el silencio de la resaca, Joshua entendía perfectamente la monserga. Sabía que la nueva visión del cuerpo podía cambiar el futuro de los dos.
Otra vez se acercó los pankaces y la tocineta, y sirvéndose, miró a Kamila por primera vez luego del amor. Le dijo:
- Mañana llamo a Sheila-
Y Kamila añadió:

- Dile que vamos tres. Hay que meter a Gabriel en esto. Al carajo con el “couch potatoing”.

jueves, 26 de julio de 2012

El paladar, la memoria y la felicidad

En mi curso de Historia y cultura de la comida suelo proponer a mis estudiantes los siguentes ejercicios a modo de aperitivo para embocar el curso.  redactar una reflexión sobre lo que entienden que es "comida"; identificar el origen histórico y geográfico del alimento que les es más familiar en las ingestas diarias domésticas;  componer un menu para una comida imaginaria con comensales amigos, pero de diversos perfiles identitarios, socio profesionales y éticos; recopilar el lenguaje alimentario en las liricas de ciertas piezas musicales;  y redactar una composición - mas bien una memoria- sobre un "soul food", es decir sobre un alimento específico y levanta en ellos remembranzas.
Los estudiantes deben seleccionar uno. La experiencia me ha llevado a reconocer que  el primero y el último son los más populares, especialmente el último.
 El pasado semestre ( de enero a mayo de 2012) tuve matriculados 14 estudiantes, tres del Bachillerato en Ciencias Sociales ( una del programa de Investigación y Acción Social Comunitaria , y dos de antropología), 1 del Bachillerato en Comunicación; y  8 del programa de Ciencias de la Salud con concentración en enfermería.
Entre tantos buenos ejercicios, hubo uno que me atrajo con especial interés, no unicamente por la coherencia que estilaba cuando la estudiante leía su composición ante la clase, sino por la fuerza emotiva que sus palabras transmitían al grupo. Era una pieza que, posiblemente sin proponérselo, respondía a aquello que Nietzche catalogó en su momento- y creo que aún tiene valor- como un hueco vacío  que había que llenar en la reflexión filosófica y en la historiografía: en palabras del filósofo ese hueco era "todo aquello que le da color a la existencia", entre ello, claro está, la comida y el comer.
 Nietzche en esa ocasión llego a preguntarse lo siguiente: "¿Hay alguien que sepa los efectos morales de la comida? Existe una filosofía de la alimentación?" La composición que posteo a continuación no sólo  demuestra que sí hay una moral de la alimentación, sino que es un ejemplo vivo de que se puede hacer filosofía de la alimentación y del acto alimentario.

La pieza la escribió Damalia Campis, natural del barrio Río Blanco de Naguabo, y quien precisamente en junio de 2012 obtuvo su grado de bachiller en Enfermería (¡felicidades graduada!). En la foto- que se tomó el último día de clase-es quien aparece atrás, la tercera de izquierda a derecha. (¡Ojo, en la foto no aparecen tod@s, pues se quedaron preparando los trabajos finales).

El escrito de Damalia muestra algo que siempre trato de enseñar en mi curso en el tema de "Comida e identidad": los alimentos no son solo objetos físicos que reproducen la vida una vez traspasan la liminaridad de nuestra boca.También son vectores de comunicación - como dijo Barthes-, pero igual  vivificadores de emociones y, con doble funcionalidad - y para bien o para mal-,  borradores de la amnesia. Un olor, una textura, una temperatura, un color nos catapulta  la memoria, nos cristaliza lo que yo llamo el paladar memoria, ese inevitable vínculo con una intimidad biográfica, con un rostro, con una estación de tren, con una tarde, todo modelado por circunstacias materiales, la cocina de las madres y la reiteración de confecciones.
No puedo olvidar la escena de la película Ratatouille, cuando el crítico gastronómico, dispuesto a enterrar la fama del restaurant en que el cocinero era una rata, se transporta a su años de infancia al lado de la ternura de su madre, comiendo pecisamente, el mediterráneo plato llamado Ratatouille.
Igualmente la pieza de Damalia nos hace reconceptualizar las experiencias que constituyen uno de los rasgos de todo lo que significa ser persona,  en este caso especial, lo que  debe ser "ser mujer". He aquí la pieza (¡ojo, sin edición alguna!)

                                              
   El paladar, la memoria y la felicidad
      Luego de un día relleno de negatividad, no muchas cosas pueden devolverme una sonrisa. Sin embargo, cada célula de mi cuerpo me exige lo que necesita y con un instinto tan natural me dirijo a cualquier lugar donde pueda conseguir un pequeño o agrandado pedazo de felicidad.
     Me enfrento a una variedad  interminable ofrecida a mi antojo. Comienzo a olvidar las dificultades del día cuando mi espíritu se concentra en decirme si desea el caramelo, las nueces o la crema contenida en mi fuente de alegría. Mi memoria envuelve a mi esencia con  todas las sensaciones que surgen con ese pedacito de felicidad en cada bocado y siento la urgencia de escoger el primero que mis manos alcancen.
     Después de ignorar al mundo, la etiqueta se convierte en una barrera y me esfuerzo para remover los obstáculos a mi felicidad. Al fin puedo apreciar la textura y anticipar que todos los problemas y enojos ya no importarán. En un microsegundo,  logro entregarme a la terapia, y con un bocado, explota una fiesta de ondas que cubren todo mi cuerpo. Casi siento como cada célula libera la negatividad de un mal día y le da la bienvenida al alimento curador.
     Mi memoria recoge, una vez más, la ola de felicidad y calma que necesitaba. Por unos minutos, no existe nadie ni nada que pueda afectarme. Es casi como una evolución del espíritu que me hace sentir invencible. En un momento, sólo existe la dulzura de lo ingerido y soy un ente rejuvenecido con un fuego calmado.
     Conocí este placer en mi niñez, una barra de chocolate me lleva esos momentos libres de preocupaciones, cuando el mundo es una historia esperando a ser contada por mí, todo lleno de posibilidades y sin dificultades. Ese producto comercial proveniente del cacao logra unirme al mundo porque no viene empacado por barreras ni prohibiciones. No hay edad, lugar ni cultura perfecta para disfrutar un pedazo de felicidad, sino que se le puede entregar el alma en cualquier instante, sin inhibiciones.
     No sólo es un alimento de consumo en días difíciles, sino que se ha vuelto parte de mi existencia.  Compartir un chocolate me ha unido al mundo, he hecho amigos y amigas a través de esa relación que surge al compartir las pequeñas alegrías. El chocolate es parte de mi pasado, mi presente y seguirá formando una linda parte de mi futuro. Recuerdo los días de lluvias torrenciales cuando tenía que correr con mi madre desde la estación del tren hasta nuestro apartamento por las calles de Nueva York y mi madre me daba un pequeño chocolate con la promesa de que llegaríamos pronto. Los edificios y las calles grises de la ciudad desaparecían y surgía la ola de dulzura que convertía todo en hermosura y esperanza de que nuestro nido familiar nos recibiría. Allí nos entregaríamos al abrazo de las sábanas secas y una cama que moría por tenernos en su comodidad, todo acompañado de esa dulzura que aún se encontraba en mi paladar.
     Esa memoria de felicidad aún me acompaña y carga la promesa de que todo será mejor y más dulce. Los días lluviosos se han vuelto mis favoritos y no ha habido una ocasión cuando un pedazo de cacao endulzado no me haya acompañado en el camino a casa junto a una canción.
     Encontré la felicidad, esa que se centra en las pequeñas cosas de la vida y, en este caso, todas contenidas en una deliciosa barra de chocolate.

viernes, 27 de abril de 2012

Insula grasa

 Aun cuando no sé el origen de su nombre –¿será del hispano árabe al-kappárra pues se asemeja en su forma al alcaparrón?– todos los puertorriqueños sabemos lo que es una alcapurria. Fritura de preparación habitual en la cocina de ricos y pobres, y en la cocina callejera, la alcapurria antecedió por mucho a la primera receta que de ella se hace mención en 1931, año desde el cual, y hasta el día de hoy, aparece en todos los recetarios puertorriqueños.
Por eso cuando la comemos en alguna freiduría, sabemos catarla: hablamos con soltura de las viandas que se usan en la masa con el mismo acierto con que reprochamos el exceso de achiote para colorearla. Igual calificamos si están acabaditas de hacer, o están ‘ciegas’, sin el relleno que prometen.
Pero hay tres cualidades que priman siempre en la cata y que la delimitan: la alcapurria debe tener textura aireada, cuerpo crujiente al morderla, y, al mismo tiempo, sabor con una punta de viscosidad al paladar.
En el cuerpo de la fritura y en nuestras papilas gustativas, los tres efectos los produce un cuerpo graso: la manteca de cerdo. Por eso la alcapurria, y otras muchas frituras de nuestro repertorio culinario son, por excelencia, los alimentos que la mayoría de los puertorriqueños acostumbra comer cuando dicen “tengo un bajón de grasa”.
Organolépticamente hablando, ese “bajón de grasa” no es otra cosa que la búsqueda del aroma y el sabor que produce la grasa sobre los alimentos al entrar en contacto con ellos. Como es sabido, la grasa es el vector privilegiado de los sabores. Su sabor considerablemente neutro ayuda al destaque de los condimentos de la masa y el relleno.
Como la mayoría de las culturas culinarias del planeta, la puertorriqueña tiene un gran repertorio asentado en los alimentos fritos: los sorullitos de maíz, los bacalaítos fritos, las almojábanas, las arepas, los tostones, las arañitas de plátano, los buñuelos, la batata, los granitos de arroz humacaeños, las bolitas de pescado de Rincón, la carne de cerdo y las tripitas.
Por eso, en la crónica de las costumbres alimenticias puertorriqueñas, la grasa siempre se nombra como un cuerpo que bulle en nuestras sartenes y en nuestras ollas, como algo muy apreciado, y hasta solicitado.
Nada menos se podía esperar de una cultura culinaria en la que el cerdo formaba parte importante de los animales domésticos criados para comer. Ello ha llevado a la creencia generalizada de que los puertorriqueños, históricamente, hemos comido graso.
Pero esa inclinación, esa solicitación contemporánea de la grasa, especialmente a la de cerdo ¿habrá sido una constante en nuestra historia alimentaria? Todo parece indicar que la grasa se asociaba más a la festividad, a la abundancia y a la glotonería momentánea antes que a un uso cotidiano y habitual en la cocina diaria.
La manteca de cerdo pues, parece haber sido más frecuente en la cocina doméstica en la medida en que ella se convirtió en un derivado de la producción industrial de carne de cerdo a fines del siglo XIX y principios del siglo XX. De esta forma pasó a ser un elemento graso barato, accesible y sabroso que podía sustituir a los aceites vegetales más caros, como el de oliva, por ejemplo.
Durante la Segunda Guerra Mundial, la manteca de cerdo importada escaseó. En los mercados locales podía obtenerse la de los campesinos criadores de cerdo, o la del “mata puercos” cuando había matanza. Ella casi siempre terminaba utilizándose, en las clases más pobres, más como artículo de intercambio que como grasa de cocina.
Con el desarrollo de la industria alimentaria en el siglo XX, se hicieron más accesibles los aceites vegetales y las grasas vegetales hidrogenadas, como la famosa manteca Crisco, introducida en 1911, y la margarina. Con todo, la manteca de cerdo continuó siendo la grasa preferida en la cocina, ya porque la presencia de los aceites vegetales había abaratado el costo de la manteca de cerdo industrial, y ya porque había un principio gustativo que se había asentado en los paladares de los puertorriqueños desde que la manteca industrial se hizo disponible.
En la medida en que Puerto Rico experimentaba los primeros desarrollos de la modernización (1950-1960), y la comunidad médica publicaba estudios que vinculaban las grasas saturadas y el colesterol con los riesgos cardiacos, se popularizaron aceites vegetales como La Campana, Maizete y Mazola, que vinieron a competir con el aceite de oliva, especialmente con el Betis, introducido en la Isla en 1929.
Mientras tanto, la manteca de cerdo cobró un significado contrario a las ideas de una mejor nutrición, y se la asoció a los excesos, la cocina callejera y pobre, y las malas elecciones nutricionales.
Es por eso que su consumo desciende significativamente entre 1975 (16.2 libras per cápita), y el 1990, cuando la ingesta per cápita fue 5.3 libras. Su significado de grasa insalubre se mantiene firme todavía en los discursos médicos.
Pero con todo, la apreciamos aún en nuestros gustos y registros palatales. Por eso, el comensal que cada fin de semana decide colmar su “bajón de grasa” con una alcapurria o un bacalaíto en las freidurías de Piñones, sabe en el fondo que está infringiendo un principio de los saberes nutricionales correctos, sea rico o pobre. Igualmente sabe que entra a un territorio en el que históricamente la freiduría ha sido un medio de subsistencia para las familias pobres.
Pero lo que posiblemente no conoce a ciencia cierta es que las moléculas aromáticas más gustosas son liposolubles.
Igualmente tampoco sabe a ciencia cierta que en la medida en que nuestro organismo siente más hambre, es decir, mientras más tiempo pasa sin comer, la apetencia por alimentos grasos aumenta. No es casual por eso que el bajón que provoca nuestras excursiones a las freidurías y nuestros antojos por alimentos fritos se produce siempre en momentos de apetitos pantagruélicos, luego de horas de ayuno, luego de un baño de playa, o luego de una semana de almuerzos “light”.
Tampoco es casual que al cabo de ingerir una o dos alcapurrias experimentemos que hemos colmado el “bajón de grasa”. Esto se debe a una de las funciones de la grasa sobre nuestro organismo: la ingestión de pequeñas cantidades de grasa en nuestras comidas ayuda controlar el deseo de comer. Dicho de otra, manera, la grasa ayuda a que nuestro organismo se sienta saciado y satisfecho.
El uso contemporáneo de la grasa de cerdo en la cocina puertorriqueña ha mermado considerablemente. En el 2006 sólo se consumieron 2.6 libras per cápita. Ello se ha debido, además de su asociación con la mala salud, al giro y la popularidad de aceites vegetales aparecidos más recientemente en el mercado puertorriqueño, como el de maní, soja, canola, algodón, girasol y otros. Éstos, de no someterse a un proceso industrial de hidrogenación –cosa de solidificarlos y emplearlos para aumentar el “shelf life” de los alimentos– resultan considerablemente bajos en grasas saturadas.
Con todo creo que hay que echarle otra mirada al perfil de la manteca de cerdo. Por ejemplo, ella tiene la mitad del nivel de grasas saturadas que el aceite de palma. En 100 gramos de manteca hay 39.9 gramos de grasas saturadas, mientras que en 100 gramos de aceite de palma, hay un 81.5 gramos de grasas saturadas. Su nivel es menor que el del aceite de coco, que tiene alrededor de 86.5 gramos de grasas saturadas. Igualmente, los 39.9 gramos de grasa saturada de la manteca de cerdo es más bajo que los 51.4 gramos que tiene la mantequilla regular por cada 100 gramos de grasa
Obviamente hay aceites más saludables, como el de canola (7.1 gramos de grasas saturada por 100 gramos.); el de maíz (12.9 por cada 100 gramos.); el de maní (16.9 gramos por cada 100).
El de oliva tiene 13.8 gramos de grasa saturada por cada 100 gramos. Además tiene entre todos los aceites y grasas, el más alto nivel de grasas “monosaturadas” –o las “buenas”, como les llaman hoy (73.0gramos por cada 100 gramos). Por eso le llaman el aceite milagroso.
Pero aun la manteca “no industrial”, la derivada por la cocción paciente del tejido adiposo del tórax y el abdomen de cerdos bien cuidados, tiene 41.4 gamos de grasas mono insaturadas, lo que es bastante respetable.
Entre el 2000 y el día de hoy, las excelentes propiedades culinarias de la manteca han vuelto a descubrirse por los grandes cocineros profesionales del mundo. Los más connotados reposteros y pasteleros jóvenes se han rendido ante la incuestionable cualidad de la grasa de cerdo -derivada por medios tradicionales- para hacer hojaldres crujientes y masas sabrosas. Lo mismo se logra con lípidos hidrogenados. Pero el novel pastelero corre el riesgo de que sus confites ganen fama de insalubres. Ello en parte ha ido cambiando el rostro malsano que cobró el sebo porcino.
En cuanto a Puerto Rico, con todo y los mensajes médicos que demonizan el consumo de manteca, algo siempre va a prevalecer: una alcapurria es más crujiente y sabrosa en cuanto menos procesamiento tiene. Ello vale también para la grasa en que se fríe, sobre todo la que se obtiene de cerdos de crianza.
Es posible que una mirada a la historia culinaria de Puerto Rico acabe santificando el derivado más útil del noble cerdo: la manteca.

sábado, 4 de febrero de 2012

El cocinero sin rostro: ¿Por qué el primer recetario puertorriqueño es anónimo?

Muñoz y The Puerto Rico Food Advisory Commission

Eliminar el fantasma del hambre
Foto: Jack Delano
Fundación Luis Muñoz Marín
En un momento en que los gerentes de la industria alimentaria ven caer la cifra de 5.7 billones de dólares que las ventas al detal les generan al año1, por primera vez se toman en serio la obsolescencia del modelo empresarial basado en la importación desreglada de  alimentos y  abogan por una “política pública alimentaria”2que transforme la cadena de suministros.
Dicho de otra forma, la circunstancia  de que más del 80% de la comida llegue  a nuestro tenedor  por una cadena  que se origina fuera de Puerto Rico –y que  es objeto de especulación por las grandes empresas  agroindustriales y financieras– ha hecho  que los empresarios  caigan en la cuenta de su fragilidad, debido a que los altos costos que pagan en la cadena no los pueden rentabilizar  subiendo  los precios  al último eslabón, el de los consumidores.
La petición ha venido cuando ya observan que las lealtades se quiebran, y los consumidores se las agencian para cambiar sus prácticas de compra.
En los dos últimos años, esta situación, que impacta directamente a los desempleados, a los dependientes de ayudas alimentarias y a los asalariados temporeros  ha sido contestada por los más vulnerables con la  “compra de relleno” (acuden semanalmente pero gastan menos), y  comprando lo que más rinde por el valor de su dinero (cantidad versus calidad). La respuesta  ha  producido una reducción  estimada de 12.1%  en  las ganancias de las empresas que venden alimentos al detal.
Lo interesante  de todo esto es que mientras las empresas  que venden al detal  se ven afectadas,  se observa un patrón de compra que favorece  a los hipermercados  de descuento multinacionales, que venden por volumen, y es evidente una solidificación éstos en el mercado alimentario nacional.
La triste realidad parece conformarse en la voracidad del capitalismo alimentario multinacional contemporáneo, capaz de excluir a sus competidores al consolidar a su favor varios eslabones de la cadena.
Por más que le demos vuelta, el asunto está atado  a nuestra dependencia con el mayor productor de alimentos procesados del mundo, canalizada por nuestra relación colonial
Quizás los empresarios no sepan que sus cuitas tienen historia, iniciada en 1953, cuando se le añadió un elemento nuevo a la reforma que prometía atender, desde el gobierno, la incapacidad de la agricultura y del mercado alimentario puertorriqueño para encarar el “miedo al hambre” y la desnutrición crónica.3En el furor de la modernización, parte de la solución se le confió a un novel sistema de provisión alimentaria: el supermercado.
A la distancia de sesenta y dos años y ante los reclamos de la industria alimentaria, otra vez se confirma que en el ejercicio muñocista del poder había grandes ilusiones reformistas. Pero como acierta el historiador Fernando Picó, hoy “percibimos que la ilusión de idear un estado totalmente responsable y respondente ha sido siempre una utopía, cuyos límites quizás fueron colindantes con la discursividad de Muñoz, pero cuyas concreciones parecieron muchas veces pasajeras y casi siempre resultaron insuficientes.”4
La utopía en letras
Tengo fotocopia de un  documento poco conocido por la historiografía muñocista que descubre esa historia. Lo encontré en el Archivo Central de la Universidad de Puerto Rico cuando trataba de dar con los currículos de  economía doméstica de principios del siglo XX.5
Se trata del informe final que rindió al gobernador Luis Muñoz Marín The Puerto Rico Food Advisory Commision (FAC), organizada en mayo de 1953 para deliberar y proponer “certain recommendations which it believes will be of assistance to Puerto Rico in improving the production, processing and marketing of food”.6
Por razones de tiempo y espacio, en lo que sigue resumo tres puntos del informe que creo que proveen perspectiva y significación al dilema de los empresarios actuales. Son ellos 1) quiénes fueron los miembros de la FAC; 2) la determinación de los problemas sobre los que habría de actuar la FAC. En el próximo escrito reseñaré las recomendaciones de uno de los cuatro comités en que se dividió la FAC, específicamente las del Comité de ventas al detal y operaciones  al por mayor. El obligado atajo no pretende cancelar el valor testimonial de  las recomendaciones del resto de los comités.
Los miembros
La FAC se compuso de veinte (20) personas, entre ellas cuatro (4) representantes del gran comercio de importación de Puerto Rico (Frank Ballester, Francisco Freiría, Frank Besosa y Ramón Señeriz); dos (2) representantes del gobierno (Cándido Oliveras, del Departamento de Educación de Puerto Rico, y Ramón Colón Torres, del Departamento de Agricultura).

Ir al  súper Grand Union
Foto: Archivo fotográfico
Extensión Agrícola
 Los catorce restantes eran  extranjeros, de los cuales he podido  identificar sólo siete. El prestigioso economista de Harvard, John Kenneth Galbraith; el sociólogo Millard Hansen; el planificador urbano Britton Harris7; el empresario agroindustrial William G. Karnes (dueño del la procesadora de lácteos Beatrice Foods, en Chicago);8 Beardsey Ruml (sociólogo, educador y asesor financiero, egresado de la Universidad de Columbia, presidente de la tienda por Departamentos Macy’s desde 1945, y Director del Banco de la Reserva Federal en New York de 1937 a1947);9el empresario agroindustrial Charles F. Seabrook ( apodado el “Henry Ford de la agricultura” luego de inventar, junto a Charles Birdseye, la tecnología del congelamiento rápido de alimentos);10y el exitoso empresario neoyorquino Lansing P. Shield (creador en Estados Unidos del modo de provisión y consumo alimentario conocido como “supermercado”, y dueño de  la recién inaugurada firma – memorable en Puerto Rico- Grand Union, empresa que en 1954 generaba ventas ascendentes $283 millones de dólares.11 Es importante llevar presente el siguiente dato: la presidencia de la Comisión quedó en manos de Lansing P. Shield.12
Los flancos de ataque
El grupo comenzó su trabajo con  tres reuniones (del 3 al 6 de mayo de 1953) encaminadas a determinar los inconvenientes que hacían que el acceso  a la comida fuera desigual y oneroso. Se identificaron  cinco problemas: primero, la comercialización era excesivamente cara; segundo, la dieta de los puertorriqueños era deficiente; tercero, la dependencia en la importación  afectaba la agricultura puertorriqueña y encarecía los alimentos; cuarto, el precio de la distribución era oneroso; y quinto, la distribución no era ni remotamente tan eficiente como la de Estados Unidos.
La FAC concluyó que los problemas podrían atenuarse resolviendo dos asuntos. Primero, aumentando la calidad y cantidad de los  alimentos cosechados en Puerto Rico; y segundo, adaptando a la economía de Puerto Rico los mejores elementos del sistema de distribución estadounidense. La FAC entonces se dividió en cuatro comités: educación (Commitee on Education), producción de alimentos y procesamiento (Commitee on Food Products and Processing), transporte e instalaciones de exportación (Commitee on Food Transport and Export Facilities), y el de venta al detal y operaciones al por mayor (Commitee on Retail and Wholesale Operations). Cabe señalar que éste comité lo presidió Lansing P. Shield.

De la escases a la abundancia
Foto: Archivo fotográfico
 Extensión Agrícola

Los comités sesionaron  por siete meses, y reunieron  sus recomendaciones –a nombre de la FAC– en el Informe final que se entregó al gobernador en enero de 1954.
Visto en conjunto, el plan es atrevido, bien pensado y lleno de optimismo. En él, el financiamiento agrícola, la distribución de tierras, la experimentación con nuevos cultivos, la localización estratégica de procesadoras con alta tecnología agroindustrial, la educación nutricional y empresarial, el diseño de infraestructura para distribución, almacenamiento, exportación e importación de alimentos, conformarían un circuito orgánico y eficiente, capaz de materializar uno de los imaginarios más declarados de la utopía muñocista: desaparecer el fantasma del hambre.
Para lograrlo, la recomendación del Comité presidido por Shield sobre establecer centros de comercialización alimentaria en zonas urbanas estratégicas se consideró el componente clave del circuito. Las resoluciones de Shield a Muñoz las resumiré en mi siguiente colaboración.
  1. Supermarket Solutions, Business Consulting, Quién manda en el punto de venta, 2011, 54 pp., p. 3 []
  2. Marian Díaz, Alerta roja alimentaria; en: El Nuevo Día, 10 de noviembre de 2011;  y de la misma reportera,  Preocupa el futuro de la industria de  alimentos,  El Nuevo Día, 7 de noviembre de 2011. []
  3. Cruz M Ortiz Cuadra, “Disquisiciones muñocistas sobre nutrición y consumo: 1948-1964”, en: Exégesis, año 18, núm. 52; 2005: pp 24-33. []
  4. Fernando Picó, ed., Luis Muñoz Marín: ensayos del centenario, Fundación Luis Muñoz Marín, 1999, 285 pp., Introducción. []
  5. Archivo Central de la Universidad de Puerto Rico, Informes y Estudios, Recopilación especial número 58, caja 2, The Puerto Rico Food Advisory Commision (FAC), Informe, 1954, 31 pp., p.1 []
  6. Ibid, p. 1. []
  7. Véase, Guide to Britton Harris Papers []
  8. Beatrice Foods, y de las compañías que adquirió relacionadas al procesamiento de “snaks” y comidas étnicas  i.e. La Choy []
  9. Bardsley Ruml Papers []
  10. Princeton Theological Seminary, The Charles F. Seabrook Manuscript Collection []
  11. Reseña de la historia de Grand Union y el modelo del “supermercado” implementado por Shield, consultado el 8 de diciembre de 2011. También  el reportaje Retail Trade: The Supermarket; en: The Times Magazine, 21 de mayo de 1956; consultado el 8 de diciembre de 2011. También, Harvey Levenstein, Paradox of Plenty: A Social History of Eating in Modern America, Oxford University Press 1993, 337 pp., p. 113. []
  12. Las colaboraciones para identificar los otros siete son bienvenidas. Ellos eran Maurice C. Bond, William Crow, Huge J. Davern, Austin Igleheart, James McGowan Jr., John Paton  y Francis H. Whitmarsh. []

martes, 3 de enero de 2012

Arroz con dulce: ese histórico obsequio de Reyes

A la memoria de mi tía Esther Cuadra,
pues siempre fue su regalo de Reyes


La empresa Maga se fundó en 1995 en San Germán .

Escondido detrás de las harinas de trigo ultra finas, los arroces orgánicos y las mezclas instantáneas de los pancakes dominicales, encontré hace poco un estuche para preparar arroz con dulce de la Marca Maga.
Y digo estuche porque en el interior de la bolsita se reúnen, para tenerse a la mano, todos los ingredientes de este parsimonioso arroz húmedo.

 El postre, ya en retirada frente al más reciente tembleque, fue por siempre la confección dulce más esperada en la culinaria festiva del país, especialmente en épocas en la que la atención, el obsequio, el símbolo de alegría que evoca lo dulce y el deseo de aplacar hambres insaciadas aparecían con más fuerza.

Sorprende que aún, con la diseminación de la información culinaria de otras latitudes, el postre aparezca todavía en las fiestas navideñas. Admirable también es que la industria alimentaria puertorriqueña haya mostrado interés en él. Es una prueba de que en el ámbito de las culturas culinarias, la globalización alimentaria tiene que negociar con los significados de las confecciones más enraizadas.

Desde cuándo comemos arroz con dulce es una pregunta difícil de contestar. Si consideramos sus componentes básicos (arroz, coco, azúcar de caña, jengibre y canela, ninguno oriundo de estas zonas) ello debió ocurrir luego de la adaptación de éstos a la agricultura de la región en los siglos XVI y XVII. Las pasas, tan acostumbradas en las confecciones contemporáneas, en una época debieron ser ocasionales. Sabido es que las uvas nunca prosperaron en el trópico, contrario a como sucedió con los otros ingredientes.
Pero a esto debemos añadir que el palto, aunque muestra hoy un fuerte carácter criollo, debió cristalizar acá siguiendo una memoria - o varias memorias culinarias – originadas en la familiaridad de algunos pobladores andaluces y africanos con este plato - o con sus ingredientes -, en sus regiones de partida. Ciertas etnias del occidente africano cultivaban y comían arroz antes del descubrimiento del Caribe. Igualmente conocían el coco y utilizaban el jengibre como condimento.

La cocina arábigo andaluza utilizaba a fondo el arroz en sus variantes húmedas dulces, confeccionadas con leche de almendra azucarada, raspaduras de limón, canela y a veces miel. Una vez en la isla, los cocineros y cocineras que quisieron reproducir sus culinarias emplearon aquellos ingredientes que la tierra a donde arribaron comenzó a darles, y que, en efecto, les eran familiares. Pero también comenzaron a emplear los que podrían servir de sustitutos con mayor facilidad: la leche de coco ( en sustitución de la de almendras) y el jengibre (en sustitución de limón).
La primera receta de arroz con dulce que se llevó a la página escrita apareció en 1859, en el manual anónimo titulado El cocinero puertorriqueño. En este librito, que se publicó tres veces en siglo 19, la receta fue llamada arroz con coco, y no arroz con dulce, aun cuando los ingredientes fueran los mismos - a excepción del jengibre-, de los que normalmente se emplean hoy. El anónimo cocinero sugería la añadidura de cáscara de limón verde, en vez de jengibre, como acostumbran hoy las cocineras más antiguas. Sea como sea, la confección era elaborada entonces, al igual que hoy, para ocasiones festivas. Manuel Alonso la refiere(con coco, por cierto) como una que no faltó cuando describió la escena del banquete en su poema Un casamiento jíbaro en 1849. En su Carnaval de las Antillas (1882), Bonafoux Quintero la utilizó para recrear la escena de un baile en que un joven criollo galantea a una muchacha - al final de una danza -, ofreciéndole, además de pasteles y majarete, arroz con coco. Cierto es que a la larga el nombre que prevaleció en los recetarios de principios de siglo XX fue el de arroz con dulce.

Pero esta maravilla es sólo una de las parientes de la familia de los arroces dulces y húmedos que las cocineras domésticas del país practicaron por años. Los libros de cocina más antiguos de Puerto Rico reproducen el manjar blanco criollo, por ejemplo, hecho con harina de arroz remojada en leche, endulzada ésta con azúcar aromatizada con gotitas de agua de azahar. El manjar blanco criollo vuelve a la página escrita en 1948, en el raro recetario The Puerto Rican Cookbook, compilado por la norteamericana Elizabeth Belows Dooley. Este postre, que ya es una pieza arqueológica en la culinaria dulce del país, debió haberse originado del clásico manjar blanco de las culinarias mediterráneas, hecho con leche de almendras, y aparecido en los manuales de cocina europeos desde la Edad Media.

Otra confección hermana, muy parecida al manjar blanco, ( y que a veces aparece en las recetas de los paquetes de harina de arroz), fue el llamado majarete. A éste se le añadía manteca de cerdo para darle más consistencia a la papilla y se perfumaba con raspadura de limón u hojas de renuevo de naranjo. Una versión más popular del majarete se hará con harina de maíz. El majarete de arroz se reproduce en los clásicos de la década del 50, Cocine a Gusto, de Berta Cabanillas y Carmen Ginorio (1950); y en Cocina Criolla, de Carmen Aboy de Valdejully (1954).

Pariente del arroz con dulce es también el arroz con leche, que en efecto aparece en El cocinero puertorriqueño. Comida que se centró en la alimentación infantil al punto tal que existió una canción de cuna con su nombre, el arroz con leche se confeccionaba con arroz en grano remojado en leche azucarada en infusión de canela y corteza de limón. Luego se ponía a hervir y se le iba incorporando leche hasta apelmazarlo. Ya listo se espolvoreaba con canela y algo más de azúcar. También, en el siglo XIX parece haberse confeccionado en las cocinas más holgadas el budín de arroz. Esta confección conllevaba el remojo del arroz en leche azucarada perfumada con clavos, canela, raspaduras de limón y nuez moscada. Luego se dejaba enfriar, se añadían huevos batidos, agua de azahar y anís, y se llevaba al horno en una budinera.

El arroz con dulce conllevaba unos parsimoniosos pasos que hoy la agroindustria ha eliminado al hacer disponible la leche de coco enlatada y la nuez interior del coco seco. Incluso prácticamente los ha borrado de la acción culinaria, como lo muestra el estuche que encontré en el hipermercado. Es como hacer un arroz de cajita Uncle Bens.

Pero como quiera que sea, en las cocinas más inveteradas y más exigentes, sobre todo en municipios costeros como Loiza, Río Grande y Humacao, todavía se ejecutan (a excepción del descascarillado del arroz) los mismos pasos que se dieron hace siglos: secar los cocos, pelar la cáscara exterior, romper la nuez seca, extraer la carne o tela, picarla menudamente, hervirla en agua y finalmente prensarla y extraer la leche que se añadiría al arroz.

A lo largo de los siglos el plato también ha presentado variaciones de acuerdo a los gustos, las capacidades económicas de cada cual y las inventivas de quienes trabajaban en lugar de los humos y los olores, como por ejemplo el empleo de azúcar blanca o morena, la incorporación de guayaduras de la carne del coco o tela, el uso de jengibre o el uso de clavos de olor para perfumar la leche. El empleo de dos tipos de azúcar (blanca o morena), y las posibilidades de engalanarlo (con pasas o raspaduras de coco) iluminan sobre la existencia, en el terreno de los arroces dulces, de dos cocinas: la rica y la pobre, la una más urbana y la otra más costera y rural. El azúcar morena le otorgará ese color pardo característico que los comensales más tiquismiquis y prejuiciados reconocerán como preparado por cocineras pobres y negras. Las pasas, más frecuentes en los mercados urbanos de la isla durante la época de Pascuas – al lado de los dátiles, las nueces, las avellanas y los turrones- lo asociarán más a las cocinas holgadas y urbanas y con cierto plante español.

El arroz con dulce hoy se afilia esencialmente con la temporada navideña, pero al igual que otros arroces dulces su culinaria debió estar asociada al deseo de obsequiar en otras épocas del año y en festividades familiares y comunitarias que simbolizaban la alegría de vivir, como las bodas, los bautizos, el carnaval y las fiestas patronales. También pienso que debió confeccionarse para cumplir con los preceptos de abstinencias cárnicas en aquellas cocinas más fieles al calendario litúrgico. No solo porque no tenía carne, sino porque no se empleaba manteca de cerdo para hacerlo. Este arroz es el que más ha perdurado de la culinaria mestiza de los arroces azucarados

Si hoy día nadie rapara en las diferencias que hace siglos existieron con pautas muy marcadas, menos aún se estiman los significados de la preparación. Los parsimoniosos pasos iluminan sobre su grado de especialidad y sobre lo ocasional de la creación. Esto último ayuda a pensar en el significado gentil y obsequioso que rodeaba a la composición: el esfuerzo que se pone es una delicadeza y una prueba de amistad. Es un regalo. Con este significado fue que el arroz con dulce se insertó en nuestra culinaria, y para algunos, con este mismo don, se recibe aún en los ágapes navideños. Con esa intención fue como siempre lo preparó en su cocina mi tía Esther.

Un recetario olvidado: Cocine a Gusto

Quizás por pertenecer a la literatura más humilde de las sociedades civilizadas, o quizás porque pocos intelectuales han sido cocineros, los libros de cocina más antiguos de Puerto Rico han sido subestimados por la academia.[1] La filosofía y literatura, dos de las disciplinas que, en principio, modelan las intenciones de un texto culinario, han considerado su orientación como de escaso valor estético o metafísico. La sociología  y la antropología los han desdeñado en favor de fuentes aparentemente más exactas: las estadísticas y  la observación directa del consumo de alimentos. La historiografía, en su afán de considerar como documentos sólo los textos manuscritos, no ha podido ver su valor como testimonio cultural de la vida privada. Con las contadas excepciones de las escuelas de dietética y nutrición de las universidades de Puerto Rico, y con el interés de algunas bibliotecas por recuperar alguno que otro texto, los recetarios, como resulta natural en principio, se han  leído más  en la intimidad de la cocina, facilitada su lectura - fundamentalmente referencial - por la alfabetización de los universitarios. [2]
Pero el libro de cocina no esconde su propia naturaleza. Es, en fin, un libro. Atraviesa todos los estadios que pasa cualquier texto para convertirse finalmente en un libro. De idea a investigación. De aquí a organización editorial, y finalmente a libro, a producto cultural. El uso que se hará de él – aun por personas desvinculadas de la actividad culinaria - variará de acuerdo a las circunstancias de sus lectores, ya sea en el contexto histórico de su realización, como en los contextos de sus sucesivas lecturas.
Ahora bien,  a diferencia de otros libros, el libro culinario tiende a formular, a recetar, a establecer un orden, a  fijar una referencia o unos saberes. Por lo tanto, su origen, tanto como su uso, ha sido, en la mayoría de los casos, de apoyo o de modelo, de base referencial.  En cierto modo ha sido ésta razón la que ha provocado su distanciamiento – su humildad si se quiere- respecto de los libros que históricamente se han considerado obras de interpretación y análisis, es decir, obras de peso cultural.
 Considero que si a los libros culinarios más antiguos publicados en Puerto Rico  entre 1859 y 1954 se le practica una lectura más que referencial,  podríamos figurarnos varios ámbitos sociales de producción de cultura. Y tenemos tela para cortar, pues son siete los publicados, cifras nada desdeñables para un país cuyo mundo editorial privilegió más, hasta muy recientemente, los géneros literarios, la historiografía y el magazine de crónicas.
En esta pieza me gustaría glosar sobre dos de los ámbitos de producción de cultura: el del deseo de movilizar y definir una identidad -individual, de género, de clase o nacional- y el de las respuestas que desde ellos se da  al desarrollo político y económico en una sociedad en formación o con afán de formación.[3]
Algo de ellos se puede descubrir en dos recetarios publicados a principios de la década de 1950, libros que recogían  lo mejor de la tradición culinaria burguesa criolla de fines del siglo XIX y de lo que iba del siglo XX: Cocine a Gusto (1950) y Cocina Criolla (1954)[4]  Sus primeras tiradas y sus rápidas reimpresiones ocurrieron mientras se organizaba un proyecto gubernamental  que abría las posibilidades para la diseminación de una cocina “internacional”. Por razones de tiempo y espacio, me concentraré sólo en Cocine a gusto.
El recetario aludido pues, salió en 1950. Se convertía de paso en el primer texto culinario escrito en castellano luego de El Cocinero Puertorriqueño (1859). Compilado y escrito por Berta Cabanillas (1894-1974), Carmen Ginorio y Carmen Quirós, maestras egresadas del programa de Economía Doméstica de la Universidad de Puerto Rico, Cocine a gusto es también el primer recetario dirigido a las mujeres puertorriqueñas que eran, en propiedad, amas de casa.
Un doble propósito guía la publicación de Cocine a gusto: escribir una cocina puertorriqueña desde una perspectiva nacional  – “Un sentimiento patriótico nos inspira a publicar este libro”-,  acotan en la introducción sus autoras; y organizar la cocina de acuerdo a los saberes modernos de la economía doméstica. Desprovisto de un nombre que lo signifique como “de cocina puertorriqueña”,  el título Cocine a gusto sugiere que para sus autoras la culinaria puertorriqueña está, en ese momento, constituida, y es un hecho incontrovertible. Por lo tanto no hay que ponerle una etiqueta, sino practicarla a gusto.
En tanto maestras de economía doméstica, la compilación y organización de Cocine a gusto  representa un disciplinado esfuerzo y un denostado entusiasmo por reunir y experimentar con la cocina que habían heredado de manuales anteriores como Home Making and Home Keeping (1914), Tropical Foods (1931), del recetario Puerto Rican Cookbook (1948), de sus propias memorias culinarias infantiles,  y de platos que habían degustado en ágapes familiares y en fiestas navideñas, y que luego recibían como obsequio, convertidas entonces en palabras, de sus amigas y amigos íntimos.
 Durante el período bélico (1941-1945), Cabanillas, Quirós y Ginorio fueron llamadas a ejercer responsabilidades pedagógicas diversas dentro del campo de la economía doméstica. Ello robó tiempo al montaje del libro, a diferencia de como parece haber sucedido con Carmen Aboy de Valldejuli, autora de  Cocina criolla. Es por eso que las autoras reconocen, de entrada, que “la labor fue interrumpida varias veces por largos períodos  de tiempo”.[5]
 Cocine a gusto tiene un fuerte carácter didáctico, derivado de la participación de sus autoras en el primer taller profesional de nutrición realizado en la Isla, ofrecido por la nutricionista Lydia  Roberts  en la Universidad de Puerto Rico en el verano de 1943.[6]
Por eso en el libro se ilustran equipos de cocina, se delinean tablas de medidas y sus equivalencias, tiempos de cocción, términos culinarios y sus definiciones, se incluyen listados de frutas, se distingue entre hortalizas, verduras y viandas, y se glosa sobre sus cualidades nutritivas. Por primera vez, además, se redacta una descripción de los cortes de carne, se aconseja sobre sus mejores usos culinarios y se traducen sus nombres al inglés. También se patentizan las medidas exactas de ingredientes para confeccionar salsas, y se incluye una tabla sobre los distintos tipos de quesos y sus usos. Igualmente enseñaba cómo combinar los comestibles más humildes con los nuevos alimentos enlatados a fin de hacer confecciones tradicionales más nutritivas.
Es cierto que el carácter didáctico convierte a Cocine a gusto en el primer recetario de la modernidad decididamente normativo. Pero ello lo explica el interés de sus autoras de publicar un texto que se acoplara a los discursos nutricionales y a los cambios que empezaban a conformarse en la vida cotidiana de las mujeres de clase media en las ciudades.
Como quiera que sea,  el carácter normativo del libro no parece haber afectado su acogida entre las mujeres amas de casa, pues recibió reimpresiones en 1951, 1952 y 1954. En 1955, Cocine a gusto se tradujo al inglés, convirtiéndolo de paso en el primer recetario escrito por puertorriqueñas que intencionadamente ofrecían la cocina del país, desde Puerto Rico, a las amas de casa norteamericanas y a las miles de mujeres puertorriqueñas que migraron a las ciudades del  noreste estadounidense. Esto lo reconocieron desde  las primeras líneas del prefacio de la edición.
“We are publishing this book because we consider our duty as puertorricans to make available in English the recipes we have inherited from our ancestors. They are associated in our memories with the ‘fiesta’ of our hugsy childhood days and to the ritual of our food customs and traditions as observed in our homes”[7] 
Hacia 1960 la edición castellana original de Cocine a gusto tenía cinco reimpresiones. En 1967 apareció por séptima vez, entonces revisada y ampliada, añadiéndose un capítulo titulado Para cuando tenga invitados. Visto desde hoy, la inclusión del novel segmento ilumina sobre los cambios que empezaban a suscitarse en los hogares de clase media urbana, seguidos muy de cerca por las autoras, sobre todo el papel de cocineras que debieron ejercer las mujeres que antes sólo fueron espectadoras en el lugar de los humos y los olores.  Así lo reconocieron en la séptima edición:
“El éxito de toda comida depende de la organización que se haga, tomando en consideración todos los detalles que merecen atención. ¿Cuenta usted con servicio que ayude? Creo que son pocas las dueñas de casa que aún conservan una buena criada, ya que las empleadas domésticas pertenecen al pasado.” [8] 



Cocine a gusto, portada de la reimpresión de 2009

 La entrega total de Berta Cabanillas a la investigación histórica para publicar su colosal obra El puertorriqueño y su alimentación,  debió restar tiempo para nuevas revisiones y ajustes a Cocine a gusto después de 1967. En 1972 la Universidad de Puerto Rico adquirió los derechos sobre la publicación. Hacia 1999 tenía veinte reimpresiones, pero sin revisiones ni acoplamientos a los cambios en la cocina doméstica de la pos-modernización. La última reimpresión es de 2009, con una introducción de las maestras de cocina de la Escuela Hotelera de la Universidad de Puerto Rico. La edición también salió traducida al inglés bajo el título  Puerto Rican Dishes.
Por eso, cuando uno le echa una mirada desde hoy,  las recetas parecen más bien piezas arqueológicas,  testimonios de los furores de la economía doméstica de los 1950 y los ímpetus por instituir la cocina puertorriqueña dentro del proyecto de la modernización. Cocine a gusto fue el relevo actualizado de la cocina nuestra, cuando parecía difuminarse entre  las nuevas prácticas de consumo, la aparición de productos de conveniencia en los primeros grandes supermercados, y la fiebre de la “cocina internacional”.[9]
En el  referente contemporáneo de los aficionados a la  cocina puertorriqueña, Cocine a gusto aparece difuso, opacado por Cocina criolla de Carmen Aboy de Valldejuli. Incluso se piensa, erróneamente, que éste último es el primer recetario de la modernización. No, no lo es.
Así, para homenajear la primicia, y para que Cocine a gusto y sus autoras no se olviden, vayan estas líneas.


[1] Cruz M. Ortiz Cuadra, La historia entra por la cocina: el texto culinario como testimonio cultural; en: Historias Vivas: historiografía puertorriqueña contemporánea, San Juan, Asociación Puertorriqueña de Historiadores, 1996. La idea la tomo de Barry Higman, Cookbooks and Caribbean Cultural Identity: An English Language Hors D’Oeuvre; en: New West Indian Guide, vol. 72, no. 1 y 2, 1998, pp 77-95.
[2] Para una visión del libro de cocina como testimonio histórico, véase Elizabeth Driver, “Cookbooks as Primary Sources    for Writing History: A Bibliographer`s View”, en: Food, Culture and Society: An International Journal of Multidisciplinary Research, vol. 12, no. 3, 2009, pp. 258-274.

[3] Me he servido mucho de las ideas de Christine Folch,  adelantadas en su artículo “Fine Dinning: Race in Pre-    Revolutionary Cuban Cookbooks”, en: Latin American Research Review, vol. 43, núm. 2, 2008, pp. 205-223.
[4] Berta Cabanillas, Carmen Ginorio y Carmen Quirós, Cocine a gusto, Barcelona, Ediciones Rumbos, 1950, 326 pp.;  y Carmen Aboy de Valldejuli, Cocina criolla, Massachusetts, 1954, 467 pp.
[5]  Cabanillas, op.cit, p xiii.
[6]Celebran el décimo aniversario del primer taller de nutrición”; en: El Mundo, 11 de junio de 1953, p. 9.
[7] Cabanillas et.al, Puerto Rican Dishes, edición de 1956,  151 pp. p. vii
[8] Cabanillas, op. cit., ed. de 1967, p. 284.
[9] Véase Cruz M. Ortiz Cuadra, “Disquisiciones muñocistas sobre nutrición y consumo 1948- 1964”, en: Exégesis, año 18, núm. 2, 2005, pp. 24-33. Para una definición de “cocina internacional” en oposición a “cocina criolla”, y el alineamiento de la primera en el discurso turístico de entonces, véase  Cruz M. Ortiz, Puerto Rico en la olla: ¿somos aún lo que comimos?,  Madrid, Doce Calles, 2006.

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