Las frutas, por ejemplo, se
conservaban en azúcar. En el siglo XVII, se decía que “de las calabazas, batatas
y otras muchas frutas que lleva el campo hacen muy buenas conservas, porque no
les duele el azúcar”. De ahí nuestra rica culinaria de frutas almibaradas,
pasta de batata abrillantada, casquitos de guayaba y dulce de naranja agria,
por ejemplo. Si estaban “pasaos”, como en el caso de los plátanos bien maduros,
se les quitaba la cáscara, se aporreaban y se ponían en una olla de barro con
agua. Luego se tapaba con un lienzo hasta que fermentara. Al cabo de unas semanas
se obtenía el vinagre de plátano que recomendaban los recetarios
caribeños del siglo XIX [2].
Las carnes, especialmente los
mejores cortes de carne de cerdo se freían y se preservaban en sal y manteca. Si
se hacía de este modo, los manuales de cocina del siglo XIX estimaban en 30
días el tiempo de conservación de la carne de puerco de corral. De ahí nuestros
chicharrones de carne frita, el tocino, los embutidos y los tasajos.
Los escabeches también fueron
formas de conservación. De ahí nuestra cuaresmal sierra en escabeche, y
nuestros festivos guineítos escabechados. Las legumbres (habichuelas y gandules), se
dejaban secar dentro de su propia vaina; y las mazorcas de maíz se oreaban al descampado
para secar sus granos, molerlos, y reservar harina para funches
generosos, panes mañaneros y majaretes festivos.
Al cuajar con limón los excedentes
de leche se hacían quesos frescos, y su período de durabilidad aumentaba
si se ponían en salmuera, que fue otra técnica muy usual. Agriando la nata de
la leche y emulsionándola, y añadiéndole suficiente sal, se hacía mantequilla, que
duraba sin corromperse por lo menos diez días si se dejaba en su propio
recipiente y se ponía en un lugar fresco. De esa cercanía a la sal marina caborrojeña
nació la famosa mantequilla de Cabo Rojo.
Foto: Archivo fotográfico Servicio de Extensión Agrícola UPR (1961) |
Foto: Archivo fotográfico Servicio de Extensión Agrícola UPR (1961) |
Claro, el refrigerador trajo beneficios sin precedentes: hizo que dejáramos atrás tareas pesadas y fastidiosas- que en la mayoría de los casos recaían sobre las mujeres-; nos permitió mejor higiene alimentaria y aumentó el tiempo de caducidad de la carne fresca y los lácteos. Igual, la nevera prolongó la vida comestible de los vegetales, la frutas y las hortalizas. Y del mismo modo hizo más confortable la rutina de compra y el abastecimiento de comida, y nos permitió más variedad, aportando a la dieta nutrientes imprescindibles y comida de otras latitudes. Si bien es cierto que los beneficios no ocurrieron de forma monolítica, adquirir el refrigerador, eventualmente, hizo que muchas familias puertorriqueñas experimentaran también la modernidad y el progreso. Pero el deslumbramiento de la novedad no nos dejó ver cosas que dejaríamos atrás, muchas de las cuales estaban unidas a nuestras sabidurías culinarias y alimentarias.
¡Y que quede claro! Los beneficios no erosionaron nuestro gusto por alimentos y confecciones que le habían otorgado a la culinaria puertorriqueña, desde mucho tiempo antes, personalidad, estilo y distinción. Por eso, y como animales de hábitos y rutinas aprendidas, poco a poco empezamos a rellenar la nevera de tocino, de potes de jaleas y pastas procesadas, de piezas más grandes de bacalao salado, tasajos y cortes de cerdo y res; de habichuelas y gandules enlatados, de vegetales congelados y agroindustriales marca Birds Eye, de quesos y mantequilla marca Brookfield, de oleo margarina Parkay, de manteca Crisco y de ‘muffins’ Sara Lee.
Pero también hay que destacar lo siguiente: poco a poco, el progreso alimentario de la modernización hizo que nuestra memoria culinaria arrinconara aquellas ingeniosas formas de observación y conservación de lo natural. Así, se nos quedó atrás la costumbre de vigilar los frutos desde la siembra de las semillas, pasando por la germinación de la planta y la cosecha de su fruto, algo que nos servía para marcar las fases lunares o percibir el paso del tiempo y las estaciones del año. También se nos olvidaron los significados rituales de la matanza del cerdo, y el obsequio y redistribución de su carne en la comunidad.
Algo similar ocurrió con la práctica de
aprovechar los excedentes para transformarlos y tener comida en tiempos
difíciles. Con el deslumbramiento causado por este moderno electrodoméstico fuimos
prefiriendo el sabor de azúcares sintéticos en panes y bizcochos, y se nos
olvidó el olor dulzón natural del pan de maíz acabado de hornear con la harina que
almacenábamos en casa. Los alimentos de conveniencia, empacados y duraderos, nos
erosionaron poco a poco técnicas y rutinas de conservación que se habían
mantenido por siglos, y que en algún tiempo remoto habíamos descubierto por necesidad,
o por ensayo y error.
Hoy día hay productores y productoras, pescadores
y pescadoras, cocineros y cocineras, organizaciones comunitarias, activistas
agroambientales y comensales que quieren regresar y regenerar esas formas con
modelos nuevos de educación agroempresarial, módulos de producción sostenible,
distribución y justo precio.
Y esa visión, que no nostálgica, es
un compromiso con la sociedad puertorriqueña del provenir. Es resultado de una afirmación de que el
sistema alimentario colonial y convencional funciona a medias, y hay que volver
a atarlo a lo que el memorable antropólogo Sidney Mintz llamó “la rica textura
de la vida social diaria que interactúa y sostiene la producción, el
procesamiento de alimentos, la distribución local y el consumo de comida buena.”[4]
Cada vez más, una generación de jóvenes productores,
agro empresarios, educadores agrícolas, agrónomos, pequeños agricultores y
muchos más, saben que esto es lo que hace falta, y esto lo están haciendo.
[1] Lydia
Roberts y Rosa Luisa Stefani, Patterns of Living of Puerto Rican Families,
Editorial de la Universidad de Puerto Rico, 1949, 411 pp. p. 305.
[2] Eugenio de Coloma y Garcés,
Manual del Cocinero Cubano, La Habana, Imprenta de Spencer y Cía., 1856,
308 pp. Para esta pieza utilizo la edición facsímil de la segunda edición del
Manual (1857), publicada por la Editorial Oriente en La Habana en 2017), p. 96.
También, El cocinero puertorriqueño, San Juan, Imprenta de Acosta, 1859,
352 pp. p. 75.
[3] Junta de Planificación de
Puerto Rico, External Trade Statistics, 1954-55, 1963-64, 1969-70.
[4] Sidney Mintz, “Food at
Moderate Speeds”; en: Richard Wilk ed., Fast Food/Slow Food, Altamira
Press, 2006, 268 pp. pp. 3-12, p. 8.
No hay comentarios:
Publicar un comentario