jueves, 11 de febrero de 2021

La nevera y la memoria culinaria

 

A veces no nos damos cuenta de cómo la nevera cambió nuestra relación con la comida y el acto de comer. En 1949, sólo el 11% de las familias puertorriqueñas tenían refrigerador. Incluso entre las familias más ricas -las que tenían un ingreso bruto de más de $2,000 anuales- la cifra era 71%.[1] Es decir, la mayoría tenía que comer los productos “frescos”, en su temporada de cosecha, o al cabo de unas horas después de comprados en la Plaza del Mercado, en el carretón del revendón, o en la carnicería.  De no ser así, se descomponían del todo. Así que para paliar esto y tener comida por más días, la preservación y conservación por diferentes métodos fueron las alternativas más sensatas.

Las frutas, por ejemplo, se conservaban en azúcar. En el siglo XVII, se decía que “de las calabazas, batatas y otras muchas frutas que lleva el campo hacen muy buenas conservas, porque no les duele el azúcar”. De ahí nuestra rica culinaria de frutas almibaradas, pasta de batata abrillantada, casquitos de guayaba y dulce de naranja agria, por ejemplo. Si estaban “pasaos”, como en el caso de los plátanos bien maduros, se les quitaba la cáscara, se aporreaban y se ponían en una olla de barro con agua. Luego se tapaba con un lienzo hasta que fermentara. Al cabo de unas semanas se obtenía el vinagre de plátano que recomendaban los recetarios caribeños del siglo XIX [2].

Las carnes, especialmente los mejores cortes de carne de cerdo se freían y se preservaban en sal y manteca. Si se hacía de este modo, los manuales de cocina del siglo XIX estimaban en 30 días el tiempo de conservación de la carne de puerco de corral. De ahí nuestros chicharrones de carne frita, el tocino, los embutidos y los tasajos.

Los escabeches también fueron formas de conservación. De ahí nuestra cuaresmal sierra en escabeche, y nuestros festivos guineítos escabechados.  Las legumbres (habichuelas y gandules), se dejaban secar dentro de su propia vaina; y las mazorcas de maíz se oreaban al descampado para secar sus granos, molerlos, y reservar harina para funches generosos, panes mañaneros y majaretes festivos.

Al cuajar con limón los excedentes de leche se hacían quesos frescos, y su período de durabilidad aumentaba si se ponían en salmuera, que fue otra técnica muy usual. Agriando la nata de la leche y emulsionándola, y añadiéndole suficiente sal, se hacía mantequilla, que duraba sin corromperse por lo menos diez días si se dejaba en su propio recipiente y se ponía en un lugar fresco. De esa cercanía a la sal marina caborrojeña nació la famosa mantequilla de Cabo Rojo.   

Foto: Archivo fotográfico
Servicio de Extensión Agrícola UPR
(1961)
Por muchos factores, estas prácticas culinarias, que se transmitieron por la memoria y la imitación, fueron quedándose atrás, de forma lenta pero sostenida, entre 1950 y 1970.  Una de los más determinantes en el proceso fue la adquisición del refrigerador eléctrico. En Puerto Rico, esto ocurrió al mismo tiempo en que se electrificaba el país, en el que que avanzaba la gran industria de alimentos embotellados y congelados luego de la Segunda Guerra Mundial, y empezaban a establecerse, a partir de 1955, los primeros supermercados.  De esta forma, si en 1954 se adquirían en Puerto Rico 23, 910 refrigeradores- sin incluir las unidades de ‘freezers’ y los refrigeradores de mostrador-, hacia 1963 se adquirían 56,000; y en 1970 la cifra se elevaba a 65,843. [3]

Foto: Archivo fotográfico
Servicio de Extensión Agrícola UPR
(1961)

Claro, el refrigerador trajo beneficios sin precedentes: hizo que dejáramos atrás tareas pesadas y fastidiosas- que en la mayoría de los casos recaían sobre las mujeres-; nos permitió mejor higiene alimentaria y aumentó el tiempo de caducidad de la carne fresca y los lácteos. Igual, la nevera prolongó la vida comestible de los vegetales, la frutas y las hortalizas. 
Y del mismo modo hizo más confortable la rutina de compra y el abastecimiento de comida, y nos permitió más variedad, aportando a la dieta nutrientes imprescindibles y comida de otras latitudes. 
Si bien es cierto que los beneficios no ocurrieron de forma monolítica, adquirir el refrigerador, eventualmente, hizo que muchas familias puertorriqueñas experimentaran también la modernidad y el progreso. Pero el deslumbramiento de la novedad  no nos dejó ver cosas que dejaríamos atrás, muchas de las cuales estaban unidas a nuestras sabidurías culinarias y alimentarias.

 ¡Y que quede claro! Los beneficios no erosionaron nuestro gusto por alimentos y confecciones que le habían otorgado a la culinaria puertorriqueña, desde mucho tiempo antes, personalidad, estilo y distinción. Por eso, y como animales de hábitos y rutinas aprendidas, poco a poco empezamos a rellenar la nevera de tocino, de potes de jaleas y pastas procesadas, de piezas más grandes de bacalao salado, tasajos y cortes de cerdo y res; de habichuelas y gandules enlatados, de vegetales congelados y agroindustriales marca Birds Eye, de quesos y mantequilla marca Brookfield, de oleo margarina Parkay, de manteca Crisco y de ‘muffins’ Sara Lee.

 Pero también hay que destacar lo siguiente: poco a poco, el progreso alimentario de la modernización hizo que nuestra memoria culinaria arrinconara aquellas ingeniosas formas de observación y conservación de lo natural. Así, se nos quedó atrás la costumbre de vigilar los frutos desde la siembra de las semillas, pasando por la germinación de la planta  y la cosecha de su fruto, algo que nos servía para marcar las fases lunares o percibir el paso del tiempo y las estaciones del año. También se nos olvidaron los significados rituales de la matanza del cerdo, y el obsequio y redistribución de su carne en la comunidad.

 Algo similar ocurrió con la práctica de aprovechar los excedentes para transformarlos y tener comida en tiempos difíciles. Con el deslumbramiento causado por este moderno electrodoméstico fuimos prefiriendo el sabor de azúcares sintéticos en panes y bizcochos, y se nos olvidó el olor dulzón natural del pan de maíz acabado de hornear con la harina que almacenábamos en casa. Los alimentos de conveniencia, empacados y duraderos, nos erosionaron poco a poco técnicas y rutinas de conservación que se habían mantenido por siglos, y que en algún tiempo remoto habíamos descubierto por necesidad, o por ensayo y error.  

 Hoy día hay productores y productoras, pescadores y pescadoras, cocineros y cocineras, organizaciones comunitarias, activistas agroambientales y comensales que quieren regresar y regenerar esas formas con modelos nuevos de educación agroempresarial, módulos de producción sostenible, distribución y justo precio.

Y esa visión, que no nostálgica, es un compromiso con la sociedad puertorriqueña del provenir.  Es resultado de una afirmación de que el sistema alimentario colonial y convencional funciona a medias, y hay que volver a atarlo a lo que el memorable antropólogo Sidney Mintz llamó “la rica textura de la vida social diaria que interactúa y sostiene la producción, el procesamiento de alimentos, la distribución local y el consumo de comida buena.”[4]  Cada vez más, una generación de jóvenes productores, agro empresarios, educadores agrícolas, agrónomos, pequeños agricultores y muchos más, saben que esto es lo que hace falta, y esto lo están haciendo.

 



[1] Lydia Roberts y Rosa Luisa Stefani, Patterns of Living of Puerto Rican Families, Editorial de la Universidad de Puerto Rico, 1949, 411 pp. p. 305.

[2] Eugenio de Coloma y Garcés, Manual del Cocinero Cubano, La Habana, Imprenta de Spencer y Cía., 1856, 308 pp. Para esta pieza utilizo la edición facsímil de la segunda edición del Manual (1857), publicada por la Editorial Oriente en La Habana en 2017), p. 96. También, El cocinero puertorriqueño, San Juan, Imprenta de Acosta, 1859, 352 pp. p. 75.

[3] Junta de Planificación de Puerto Rico, External Trade Statistics, 1954-55, 1963-64, 1969-70.

[4] Sidney Mintz, “Food at Moderate Speeds”; en: Richard Wilk ed., Fast Food/Slow Food, Altamira Press, 2006, 268 pp. pp. 3-12, p. 8.



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