viernes, 15 de noviembre de 2013

Saber hacer haciendo: homenaje del artista Daniel Lind a la cocina de Loiza


Daniel Lind Ramos
La comida de los humanos nos distancia en cierta manera de otras especies de animales. Nos comemos los recursos que nos da la naturaleza. Pero además de eso, sabemos producirlos y transformarlos en comida.
Pero producir y comer los alimentos no hablan por si mismos de las modalidades de su consumo y del rasgo específico que nos hace diferentes a otras especies. En tanto omnívoros, seleccionamos nuestros alimentos de la naturaleza de acuerdo a nuestra  experiencia – elegimos los buenos para comer y descartamos los malos-; y a nuestros valores y nuestro mundo de significados -alimentos prohibidos, alimentos sanadores – individuales y colectivos. Pero los animales, aunque de maneras más simples, los clasifican también.

Entonces ¿dónde reside la distinción?  Está en la capacidad de encender el fuego y usarlo,  como nos dijo Levy Strauss, para transformar lo crudo en cocido, la naturaleza en cultura. Dicho de otro modo, la diferencia vive en la “cocina”, en las capacidades de transformar las cualidades sintéticas del alimento  al combinar ingredientes y someterlos a un medio de cocción. Es aquí donde la naturaleza, ya convertida en cultura, se lleva a una zona liminar, la boca, y se come.

A lo largo de nuestra historia gastronómica la cocina de Puerto Rico fue conformándose con rasgos muy particulares. Cocina siempre en movimiento y en constante enriquecimiento, ella recibió de la agroecología precolombina el maíz, la yautía, la batata, la yuca, el juey y el picante; del paladar arábigo-andaluz, el especiado aromático y lo dulce; de la trashumancia y la cría castellana y extremeña, la res y el cerdo, el embutido y  la manteca, y de las africanas occidentales, el guineo, el plátano y el ñame, el majado y el hervido, el uso de las hojas.

Como quiera que la miremos, la gastronomía puertorriqueña es, además, fruto de éxodos constantes, de idas y vueltas de gentes y alimentos, de memorias culinarias rehechas  en nuevas geografías y en nuevas circunstancias sociales, económicas y religiosas.

Uno de esos éxodos, el africano occidental, marcó una especificidad geográfica a nuestra culinaria, ésa que yo llamo  “gastronomía de las costas”. La relación casi inseparable de la hacienda azucarera costera con la esclavitud africana,  y el deseo de volver a experimentar la libertad en el cimarronaje, la nutrió de estrategias de sobrevivencia en un mundo dominado por la marginación, la exclusión social y el desarraigo de las  instituciones sociales originarias.

En medio de tales realidades, ése exilio africano, constante hasta mediados del siglo XIX, pudo rehacer muchas de sus prácticas, en este caso culinarias, interactuando con aquellos alimentos que les dio de sí la nueva tierra, recombinándolos a partir de memorias y técnicas que les eran familiares. De ahí el guayado, el hervido, el majado, la envoltura en hojas de plátano y guineo, la cocción de arroz en altura y no en extensión, el uso del aceite y la leche de coco, el color rojizo. 

 Se ha dicho que no sólo de pan vive el hombre. Pero además se ha dicho que el proverbio  apela más a los que lo comen, pero pueden vivir sin él – porque tienen más opciones-, y no a los que no pueden, o se les hizo difícil obtenerlo, como en efecto le sucedió a miles de africanos traídos como esclavos a estas tierras.

De lo natural a lo cultural: haciendo empanada de yuca
Por eso, muchas de las confecciones costeras tuvieron su origen en las tácticas de sobrevivencia, en las formas tradicionales de seleccionar de  la naturaleza, como dijo Marvin Harris, en las técnicas precisas de manejar el fuego sobre tres piedras, en la voluntad de hacer mucho con poco para comer y dar de comer en las comunidades afropuertorriqueñas
.

 En esos gestos, tubérculos como la yautía, la batata y  el ñame, raíces de arbustos como la yuca,  tallos como la malanga y frutas como el plátano y la pana, jugaron un papel primordial.  En algún momento en nuestra historia gastronómica, el acceso seguro y rápido  para paliar inseguridades alimentarias  y complementar los escuálidos ranchos de plantación,  produjeron una resignificación de sus bondades alimentarias,  pasando a llamárseles  viandas, es decir comida, aquello que da fuerzas para vivir y mantiene la vida.

La sabiduría de las manos sobre la uva playera (cocolubus uvifera)
De tal deseo nacieron las empanadas de yuca, con su masa envuelta en hojas y asada sobre burén; la alcapurria con guineo, yautía o yuca, modelada en la hoja del cocolobos uvifera, frita en caldero con su medio graso a la temperatura optima y precisa de  las ascuas, manejada con registros de tiempo puntuales para producir la transformación molecular exacta: alcapurrias doradas y crujientes, no quemadas y fláccidas. Y todo ello transmitido por la oralidad y la mimesis

De ese deseo nació también  el pionono, ese bizcocho dulce granadino inventado para el  Papa Pío IX, que acá las cocineras costeras afro puertorriqueñas  recrearon con anillos dulces de plátano maduro frito; la empanadilla de yuca, pan dulce con leche de coco, anís, clavo, guayadura de jengibre; pan de cazabe, el fino, el semejante a las obleas, para remojar en melao de caña, asado en moldes sobre el burén;  las arqueológicas golosinas con coco y batata, melcocha, bombotó, hociquitos de coco, tirijala, mampostial, malrayo todo ello melaza y sabor, saber hacer haciendo.

Una historia viajera, pero agraciadamente más  feliz que la de los exilios esclavistas, es el viaje de las exquisiteces, ya formadas en cultura, desde la cocina doméstica hasta la boca de los comensales para convertirlas en complemento monetario del presupuesto familiar.

En este último tramo, el alimento/cultura tiene una interfaz: la vitrina.  Ella crea esa zona liminar por donde pasa, hasta la boca de los consumidores,  una sabiduría de siglos,  un saber hacer culinario intuitivo y sin letras que por mucho tiempo fue subvalorado como “folclórico” por ciertos saberes culturales hegemónicos.

 A esas frituras, a ese pan de cazabe,  a esa alcapurria crujiente, a ese caldero patinado por las ascuas, a ese fuego civilizatorio del kiosko loiceño, a ese saber de siglos, el artista Daniel Lind  le ha esculpido un altar.

 ¡Que viva la vitrina repleta! ¡Alabadas sean por siempre! Hoy se puede asegurar, sin  temor equivocarnos, que no sólo de pan vivimos.


El recetario de Inés Maria Mendoza



Al día siguiente de conmemorarse el tercer aniversario del Estado Libre Asociado, y a sólo tres meses de que asumiera la turbulenta presidencia de Panamá, Ernesto de la Guardia Jr. fue invitado por Luis Muñoz Marín a una cena en su honor en el Palacio de Santa Catalina. Es imposible conocer de cuáles  asuntos políticos  conversaron en la sobremesa.
 
Menú de la cena en honor a
 Ernesto La Guardia Jr.
Inés Maria Mendoza
clioenlinea.blogspot.com
No obstante, sí es posible saber qué comieron, o al menos qué se sirvió a la mesa. He aquí algunos de los platos. De entrantes se ofrecieron tres opciones,  Aspic de Foie Gras, Consommé Vivianne, y Vol-au-Vent de Pecheur ( pecheur; pescador, hojaldre relleno de mariscos). De plato fuerte, Filet de Boeufs Sauté Chasseu (solomillo de res salteado a la cazadora),  Pommes Parisienne (bolitas de patatas salteadas en mantequilla clarificada), y Haricots Verts  Lyonaisse (habichuelas tiernas, salteadas en mantequilla de ajo, con cebollas caramelizadas  sazonadas con nuez moscada, tomillo y vinagre de vino). Se sirvieron tres tipos de vino: Reisling, Chateaux Margaux, Champagne.[1]

Igual, es posible saber qué ofrecieron al presidente de Venezuela Rómulo Betancourt y su esposa, Carmen Valverde, el 18 de febrero de 1963. En esta ocasión la comida fue  más generosa, obligada por la amistad que unía a Luis Muñoz Marín con Betancourt. Constó de seis servicios, pero no se bebió vino, sino licores al final de las delicias. Para no abrumar, sólo transcribo unos cuantos: Dos entrantes a elegir; Bouquet de Fruits Ceriseette en coupe arrosé de Cointreau  (ramillete de cerezas en copa rociada de Cointreau)  o Tourtue Clair Palliettes Dorées( tortuga clara, limpia cubierta de hojaldre); Coq au Vin Bourguignonne  (pollo a la Borgoñona, hecho con de vino tinto, cebollas, tocino y  setas cocido a fuego lento) con Riz Sauvage ( arroz salvaje) y Printaniére de légumes frais ( legumbres frescas de primavera) y, para no abrumar con los postres y el café Moka, un quinto plato: L`Omelette Surprise Norvégienne Flambé au Courvoisier (tortilla a la francesa flameada al coñac).[2]
 La retórica de ambos menús hace imaginar que en lugar de los humos y los olores estaba el chef   Henry Corona, quien  popularizó la cocina francesa en Puerto Rico, que los convidados son conocedores de la cocina internacional, especialmente de la francesa, que hablan y leen el idioma francés y son gourmands rigurosos.
Incluso las dos cartas sugieren que los platos se sirvieron a la mesa siguiendo el modelo “a la rusa”, empleado siempre en banquetes y que requiere un personal de servicio altamente entrenado. Ello conlleva unos comportamientos  de mesa más bien rígidos, protocolares y autoritarios.
Se me hace complicado plantearme qué  pensaría la Primera Dama Inés María Mendoza, una mujer que, en una carta de 1958, loaba las delicias de un cafetín, situado a orillas del camino entre Comerío y Barranquitas, en estos términos:
  ¿Qué lo hace tan bueno?  Pues que cocina –ella misma- una criolla que entiende del sazonar la habichuela, de guisar el tasajo que se ha dejado en agua la noche antes y se sirve con mucho pimiento verde y recao del monte.  Que el cabrito es tierno como para la familia, hecho con cabezas enteras de ajo y hoja de laurel.  Que la longaniza se hace en la casa y se cuelga en la cocina, que la morcilla no tiene un loco pique ni demasiado arroz.  Que siempre hay garbanzos con patitas, blancos, despellejados. Que el arroz es con gallina del país, sabrosa en enjundias y de gustosas presas.  Que la serenata de bacalao tiene grandes ruedas de cebolla, pedazos de huevo duro, papas, mucho aceite bueno y que la sirven con bien hervida y caliente vianda de yautía amarilla, mafafo, ñame blanco y plátano flaco.  Que la carne mechada está bien embutida de jamón y adobos y servida en abundante y espesa salsa junto al granoso arroz con tocino.  Que el tostón y el mofongo los sirven calientes, acabados de hacer.  Que el pastel es de masa suave, nunca ciego, con buen relleno.  Que el lechón es de la finca, flacón, tierno, pequeño, asado en vara, resobado con ajilimójili que no lo deja resecar.  En fin, delicias del detalle, de lo que busca todo arte perfeccionándose, exquisitez de querer hacer las cosas bien hechas, “como si fueran para uno mismo”.[3]

Todo lo que he dicho arriba sobre las cenas de Estado  contrasta mucho con lo que trasluce un pequeño recetario de cocina de Inés María Mendoza, joya que se conserva en Trujillo Alto en la biblioteca de la casa que habitaron Luis Muñoz Marín e Inés María Mendoza desde 1946.

Quien haya visitado la casa sabe que ella es cómoda, pero no pretenciosa. Desde afuera, la imaginación de la “vida buena” de la ideología muñocista se siente más allá del  montaje museístico que se le ha hecho. No cuesta mucho imaginar que ella fue una frontera que separaba el gesto y la palabra pública del gesto y la palabra privada. No es difícil suponer que aquí ambos regresaban a un espacio en el que lo hablado podría ser, para usar un pasaje de Luce Giard, “más bien simple, ordinario y preciso”[4].
Posiblemente en la cocina de la casa, a diferencia de lo que podía ocurrir en las cenas de Estado, Inés  o su cocinera, creaban el puente para tramar, con  gestos culinarios, un ámbito interdependiente y participatorio entre hombres y mujeres, transformando el sentido trivial y ordinario asignado por la cultura patriarcal  a la transformación de la naturaleza en cultura, es decir, a la conversión de los alimentos en comida.[5]

El pequeño recetario  -compila sólo 19 recetas- se me antoja como una representación de ese puente.[6] Mecanografiado y con algunas notas y rectificaciones, el recetario muestra  una sintonía de Inés María con las tendencias de la llamada “cocina internacional”, tan en boga en el periodo de la modernización, y que sin duda debió experimentar en las cenas de Fortaleza en tanto Primera Dama.[7] Igual, la compilación muestra el uso de la licuadora para varias recetas, instrumento de cocina que transformó las manipulaciones culinarias tradicionales, convirtiéndose de paso en el signo de la cocina doméstica moderna.
Pero no por ello deja de ser un recetario de confecciones simples, pues, parafraseando a J.F. Revel, la cocina de expertos puede producir los platos más barbaros, confundiendo ingredientes con técnicas que no combinan, cuando alta cocina puede ser también la asociación de ingredientes comunes para producir platos sabrosos que sólo el esmero (proper skill en el original) es capaz de realizar. [8]

Por eso comparten las páginas recetas difíciles de la cocina internacional junto a  recetas simples, tradicionales y sin pretensiones de la cocina histórica puertorriqueña. Así encontramos confecciones complejas  en tiempo y en técnica, como la Salsa Alexandre, que pide hacer una  velouté (literalmente salsa  aterciopelada, una salsa blanca espesa hecha con harina, mantequilla, y caldo de pollo), e ingredientes caros – o cuando menos difíciles de conseguir en el mercado al detal de entonces, como los echalotes, crema espesa y setas- , para finalmente servirse sobre pollo. O igual, soufflé de queso y maíz.
 Pero también majados de batata, de plátano maduro, de calabaza y de zanahoria (tan en boga hoy día como si fueran novedades), pasados por el Osterizer, y el uso de productos humildes como el berro, transformado  en salsa para aderezar un fiambre de pollo que llegaría a la boca frío y en rodajas.  También berenjenas guisadas.

 Esa simpleza culinaria, que no por ello deja de ser artística y llena de afectos, la valoraba Inés como un bien cultural que debería sostenerse ante las contradicciones de la modernización. Es por eso que en la misma carta de 1958 anota lo siguiente:

En Puerto Rico se está perdiendo el arte de cocinar lo nuestro bien.  No se consigue una garbanzada en el Caribe Hilton ni una almojábana en el Hotel Condado ni un arroz con habichuelas en el Swiss Chalet.  Es más, no se concibe que lo haya.  ¿Qué derecho tienen estos grandes hoteles y restaurantes de privarnos de nuestros requetesabrosos platos criollos?  Sus dueños deberían saber que al viajero nada le gusta más que probar la comida de la tierra que visita,  bien hecha.  Y si los chefs no saben hacerla, que aprendan.  Así se hicieron buenos cocineros, aprendiendo. A ver cuándo empiezan.[9]
Receta de Merengón
Las anotaciones manuscritas, casi siempre para rectificar una receta, hacen pensar que el acto  culinario ejercido por Doña Inés – y posiblemente por sus ayudantes o familiares- eran  actos comunicativos en los que se compartían secretos y complicidades culinarias, muestras ellas de que en el acto de cocinar hay un lenguaje y un cuerpo de conocimientos que “la más detallada de las recetas no nos comunica.” [10]
Así, la receta del postre que se nombra Merengón, tiene cuatro rectificaciones: una trata sobre la temperatura del horno, en la que de 350 grados se rectifica a 450. Otra del recipiente de cocción, en la que se clarifica que debe usarse “un molde de tubo en el medio”; otra que va dirigida a proponer la opción de imprimir aroma y sabor añadiendo a la confección un toque de “rayadura de la cáscara de un limón pequeño verde”; y la última,  que va dirigida a dar lustre y protección al caramelo, y que dice “póngale mantequilla al molde acaramelado” antes de ponerlo al horno.

   Doña Inés describió a la cocina como aquel lugar doméstico “que es más sala que la sala…donde más se vive y se disfruta de la familia”. Su pequeño recetario bosqueja una relación cordial con los alimentos y la cocina, y su organización  traza una puesta en escena de la actividad culinaria como  ejercicio de reflexión lleno de afectos. Es, en el fondo, un saber hacer la vida en forma tal que la comida dibuje el puente  para que  quien cocina y quien come se sientan interdependientes. No es casual que el insospechado recetario, escrito, rectificado  y usado por Inés en el lugar de los humos y los olores, esté rubricado en la portada, al fin y al cabo, con las iniciales  de Luis Muñoz Marín.




*Esta pieza no se hubiese escrito sin colaboración del Sr. Julio Quirós, director del Archivo Histórico de la Fundación Luis Muñoz Marín.
[1] Archivo Histórico de la Fundación Luis Muñoz Marín (FLMM), Sección 5, Gobernación, Datos de Fortaleza, Cena  en honor al Excelentísimo Señor Ernesto de la Guardia, hijo, 26 de julio de 1956.
[2] Ibid. loc.cit., Cena en honor a su Excelencia el Presidente de Venezuela y la Sra. de Betancourt, 18 de febrero de 1963.
[3] FLMM, Archivo Inés María Mendoza  (AIMM), Serie 3, Carta de Puerto Rico, núm. 204, febrero de 1958. Secciones de esta carta aparecieron publicadas en 2010 en la excelente compilación y edición realizada por las  profesoras Lilliana Ramos Collado e Ivette Fred Rivera. Véase, Ramos Collado, L , y Fred Rivera, I., Largo saber, breve palabra, FLMM, 2010, 172 pp., p. 118.
[4] Luce Giard, L, “Doing Cooking”; en: de Certeau M. y Giard L. eds. The Practice of Everyday Life, Minnesota, 1988, vol. 2, p. 199. También, el genial estudio de Sarah Bak-Geller, Habitar una cocina, México, Universidad de Guadalajara, 2006, pp. 13-27.
[5] Curtin, Deane, “Food, Body, Person”, en: Curtin, D. y Helke L. eds., Cooking, Eating, Thinking: Transformative Philosophies of Food, Indiana U. Press, 1992, 386 pp. pp.16-20.También, Theophano, J., Eat My Words: Reading Women`s Lives through the Cookbooks They Wrote, Palgrave, 2003, 362 pp., especialmente capítulo “Cookbooks as Communities”, pp. 11-48.
[6] Archivo Histórico de la Fundación Luis Muñoz Marín (FLMM), Colección Residencia Muñoz Mendoza, Sección Libros, Recetas de cocina.
[7]El término “cocina internacional” tiene dos acepciones entre los historiadores especializados en la gastronomía. Una de ellas, que es la que nos ocupa aquí,  es aquella  en la que  “los chefs saben sacarle partido para integrar, remodelar, repensar y reescribir los platos de todos los países y de todas las regiones…”.J.F. Revel, Un festín en palabras: historia literaria de la sensibilidad gastronómica desde la Antigüedad hasta nuestros días, Tusquets, 1996, p.209-210.  En Puerto Rico, la cocina internacional vino adosada al proyecto turístico de la Compañía de Fomento ciertamente, pero no se puede subestimar el papel que jugaron gourmands, cocineros , decoradores y hosteleros llegados por vía de Cuba durante la década 1950-1960, muchos  de origen europeo, otros europeos residentes en la Habana, otros norteamericanos y otros cubanos exiliados de la Revolución. Durante esos años florecieron en San Juan restaurantes como El Swiss Chalet (platos iconos de la cocina suiza, pero además de otras cocinas regionales vecinas, especialmente del norte de Italia), Le Carrouselle (comida francesa), El Zipperle`s (especialidades alemanas, españolas y puertorriqueñas), La Zaragozana (comida española, cubana y puertorriqueña), Cathay (todavía en operaciones, y entonces especializado en comida cantonesa), entre muchos otros.Véase,Picot, L. ed., Gourmet International Recommended Restaurants of Puerto Rico, Gourmet International, 1961, 72 pp.
[8] J.F. Revel, “Culture and Cuisine”, en: Curtin y Heldke, Cooking, Eating, Thinking. p 145.
[9] FLMM, AIMM , Carta de Puerto Rico, febrero de 1958.
[10] Giard, “The Rules of the Art”, en: The Practice of Everyday Life. p. 215.

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