lunes, 11 de febrero de 2013

De historias porcinas y el modismo carne`e puerco


 Los historiadores  de la alimentación solemos callar nuestros proyectos nuevos. No sólo para evitar  las monsergas  de quienes creen que hablar de la historia de la alimentación es como comer, sino  por la  ignominia con que se ha tratado tema. Es curioso que ello ocurra hoy, cuando comer es un acto cotidiano  tan profundo y  placentero como  hacer el amor. 
Por eso, cuando finalmente uno se rinde ante las inquisitorias de otros colegas, no es excepcional que    hablen sobre el tema entremezclando en él  nostalgias de un pasado alimentario idílico, y en ese gesto algunos alimentos y confecciones se conviertan en vectores de ideologías y visiones sociales. 
Esto, me parece, debe tener un trasunto asociado a la poca experiencia que tenemos en el tema – y me incluyo-, a la subvaloración del tema por resabios de género- es un tema que en el “inside” del mundo historiográfico,  por mucho tiempo dominado por hombres,  se considera “afeminado”- ; y a que comemos aún “fisiológicamente”, sin reparar en que ello es un acto de producción de cultura.

Pero más importante debe ser el hecho de que a la hora de comer en el mundo actual, nos jalonan, entre muchas otras fuerzas,  dos que son extremadamente emocionales y contradictorias: la “novedad” por un lado, y la “tradición” por otro.[1] En este forcejeo, la alimentación “novedosa” es foránea, complicada,  ahistórica,  desconocida y excluyente,  y la “tradicional” es auténtica, simple y natural,  histórica, familiar y aglutinadora.
Es en este segundo polo del binomio que me quiero centrar en este escrito. Escuchando historias sobre la alimentación “tradicional”, me he tenido que tragar  comentarios que afirman  que los jibaros comían bien (aunque tuvieran una dieta homogénea y repetitiva causante de avitominosis crónicas y enfermedades como la pelagra , el esprú tropical y la hidropesía), descalificaciones de alimentos porque no son auténticos  de la agricultura del país – cuando muchos de los que conforman nuestra dieta arribaron aquí desde afuera, como el ñame o el plátano-, o  certificaciones como la de que de  que el modismo “ése es un carne ‘e puerco”  se origina  en los efectos posingestivos del cerdo en  el cuerpo de personas habituadas, ante todo, a dietas más vegetarianas que carnívoras.
En el siglo XIX ya  había un gusto formado hacia la carne de cerdo si damos crédito a este pasaje del agrónomo Fernando López Tuero

‘A lo que hay en Puerto Rico mucha afición es a comer los cochinillos asados; no se concibe una gira campestre, una merienda o comida de carácter jovial sin que se presente como plato de principal interés y a veces único, un lechón asado; pero no es el cochinillo de seis o siete días y que pesa kilo y medio que se come en la península, sino un cerdo que tiene bastantes meses y pesa más de una arroba, y que dicho sea de paso, lo condimentan con mucho sabor y gracia las jíbaras puertorriqueñas.’ [2]
En tiempos pasados había digestiones pesadas  ocasionadas  por el azote de la triquina, transmitida por carne poco cocida de puercos malnutridos, así como insufribles empaches  resultantes de  atracones encaminados a gozar de una  abundancia fugaz para  saciar  hambres específicas. 
 
Claro, debieron existir personas que aborrecían al cerdo y su carne por otras razones, como el mismo López Tuero nos advierte. Pero  en medio de la simplificación y la “descarnización” de la dieta puertorriqueña,  el agrónomo nos aclara que  para que la carne de cerdo contribuyera a la alimentación pública, habría que hacerlos saludables, “alimentándoseles con maíz, cosa de  poder obtener jamones y embutidos bien preparados, como los extremeños y murcianos’.    
El modismo “carne e`puerco”  no necesariamente se origina por una repulsa  fisiológica y gustativa hacia  la carne porcina.  Cuando comemos en exceso, hasta la comida vegetariana cae mal.  Y valga la pena decir que  en tiempos pasados ocurrían otras malas digestiones,  ocasionadas por la frecuente contaminación de vegetales orgánicos con cacas humanas y animales.


Hay muchos pasajes en nuestra historia que abonan a la idea de la contaminación  de la carne animal y a la glotonería   como nefastos efectos posingestivos luego de comer carne, y podrían tomarse como testimonios de que no existía una aversión a la carne de cerdo . He aquí uno:

‘La carne que proceda de animales enfermos no debe comerse; tampoco conviene usar la de animales rendidos, flacos, ni las carnes no desangradas, y menos que otras las podridas o que empiezan a descomponerse…. conviene en los casos dudosos hacer sufrir a la carne una cocción a una temperatura alta, con el fin de matar los gérmenes, tales como los de la tenia, la triquinosis, etc.(sic) tan peligrosos para la salud del hombre.[3]
Igual,  el hartazgo que promete la entrada triunfal  de un cadáver bestial  a un velatorio campesino, - como es el lechón asado que jalona la mirada del espectador en El velorio de Oller-,  abona a lo que digo, tanto como algunos pasajes literarios sin fama  venidos de las plumas de Manuel Alonso y Ramón Méndez Quiñones. [4]   En  su afán por establecer- desde sus perspectivas urbanas y burguesas- un vínculo identitario con el mundo rural, ambos escritores recrean pantagruélicos cuadros campesinos en los que el consumo de cerdo es la coloratura. En la pieza cómica La triquina, de Méndez Quiñones,  el personaje jíbaro Perillo  cae enfermo por el hartón que se dio en la boda de su tío: ‘Habían matao un sebón(sic)/longaniza, chicharrón/ y plátanos y tostones/ los pasteles e primera/ y de molsilla(sic) ca canto/... con medio almud de empella/ y en caldo como un barril/ que a Cristo hacían abril/ apetito de comeya’ ‘Los platos limpios quearon/Fue grande la artasón/Solo los huesos el lechón/Y los del jamón quearon/...  ¡Qué jartá se dio un cristiano/que icía más no pueo /Ya la comida con los dedos/Me la toco de la mano.’ “Arroz con cumbrera”, es decir “arroz con cabeza de puerco”,  aparece también  en la representación de la escena.  

Es hartamente conocido  el siguiente  pasaje  de Iñigo Abbad: “Los que viven cerca de los pueblos suelen tener carne fresca de vaca, que matan dos veces a la semana. Los que están distantes sólo la consiguen cuando hacen monterías; entonces comen con gula y todos gustan que las carnes no estén muy cocidas; especialmente la de cerdo la sirven chorreando sangre.’ [5] Pero es poco conocido el siguiente: ‘En los bosques se crían grandes manadas de cerdos, pero son pequeños, su pelo largo, y erizado como jabalís pequeños, cuyos colmillos les salen dos o tres dedos fuera de las mandíbulas, y de gusto bravío; algunos los cogen y los atan en los palmares en donde los ceban con  las frutas de las palmas. Si los cuidan mucho tiempo, crían nuevas carnes y toman buen gusto. Esa casta  de animales ha degenerado notablemente de los de España: por este motivo procuran al pase de los navíos cambiar los que llevan, dando tres o cuatro de la Isla por uno de aquellos para mejorar la casta; sin esta circunstancia, serían totalmente monteses, de mala calidad.”[6]

Igualmente, en 1601, casi doscientos años antes de la visita de Abbad a estas tierras, el Cabildo de San Juan ordenaba “que  ningún vecino o estante que montare o matare puerco en el monte le corte las orejas, sino que los deje enteros para que se sepa si es cimarrón o manso.” [7] ¿Habrá sido porque el cerdo era abominable o era para establecer una normativa sobre los que eran buenos para comer?

Más excepcional es que esta noción se traslade a la triste historia de la explotación taína  para concluir que la carne de cerdo no fue uno de alimentos de los indígenas en las demoras mineras.  Yo me pregunto entonces.  ¿Por qué el encomendero Andrés de Haro- que tenía 300 tainos encomendados en 1519- , criaba 2,500 puercos en su estancia minera?  E igual me pregunto ¿fueron sólo los españoles los que se comieron los tocinos de  314 puercos que  se consumieron en la estancia del conquistador Lope Conchillos entre 1517 y 1518? [8]

Puede que lo del origen “anticárnico” del  modismo “carne e` puerco” tenga algo de cierto. Pero si fuera cierto del tod- es decir, que se debiera a la repulsa de los jíbaros montunos a la carne porcina-,  podríamos pensar que las lechoneras de Güavate desaparecerán en una década, o serán ilegales- como ha ocurrido con los espacios para fumar-  suplantadas por huertos orgánicos con incienso y  música espiritual de fondo. Todo ello en la medida en que la pseudociencia dietética  y los naturópatas fundamentalistas  adelantan su ideología salubrista.




[1] Warde, A, Consumption, Food and Taste: Culinary Antinomies and Commodity Culture, Sage Publications, 1997.
[2] López Tuero, La reforma agrícola, p. 133.
[3] F. del Valle Atiles, Cartilla de higiene, Imprenta de José González Font, 1886, p. 64.
[4] M. Alonso, “Un casamiento jíbaro” y “La fiesta del Utuao” en: El jíbaro, 1849, p. 29 y 27, Editorial Cultural, 1974; y  R. M. Quiñones, “La triquina”, en: Socorro Girón, Vida y Obra de Ramón Méndez Qiñones, ICP, 1991, pp. 303-337. “La triquina” fue publicada en 1883.
[5] F. I. Abbad, Historia geográfica civil y natural, UPR, 1959, p. 186.
[6] Ibid., pp. 212-213.
[7] Ordenanzas reproducidas en E. V. Vilar, Historia de Puerto Rico, 1600-1650, Sevilla, Escuela de Estudios Hispanoamericanos, 1974, pp. 40-46.
[8] J.S. Badillo, El Dorado borincano, Ediciones Puerto,2001, p. 330 y p. 364.

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